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Nunca han entendido nada. Son los paladines de las injusticias pretéritas y añoran políticas encorsetadas de un pasado autoritario que rechazaba las bases democráticas y no podía asumir los postulados de la declaración de derechos humanos con fidelidad a su letra y a sus universales idearios. Ponían una vela a la ortodoxia y otra al capital, haciendo de ambos elementos una doctrina de políticas bastardas. Allí estaban y aquí siguen estando, con sus más que caducas nostalgias. Son perdonavidas de ayer hacia los progresistas de hoy. Hablan de banderas vencedoras de otras décadas y hasta de otros siglos, ven como justos los mal llamados derechos de conquista que un día aplastaron otras patrias y otras naciones. Quieren que venga un gobierno que se erija en Estado único de arraigadas disciplinas y santas unidades. Pero los vínculos que un día se hicieron a la fuerza, con sangre y represalia, son, evidentemente, más falsos que frágiles. Fuimos, en nombre de un imperio trasnochado, a matar etnias ultramarinas y ahora nos negamos a aceptar a los hijos de aquellas etnias, cuando acuden a nosotros buscando saciar en algo su hambre y encontrar en un rincón, lejano de su tierra, algún refugio. ¿En qué nos hemos convertido? ¿En los caciques de antaño que despiertan de su sueño de los injustos y aparecen nuevamente con sus aires puritanos? Dicen que las grandes causas tienen siempre grandes traidores y cabría preguntarse, sin salirnos de los derechos fundamentales e individuales, quién traiciona a quién ¿No se han fijado en que un día y otro también, aparece en pantalla televisiva algún alto personaje del ejecutivo para decirnos que este país es uno de los más demócratas del mundo? Si fuera así... ¿A qué viene tenerlo que pregonar a cada rato? El odio no cesa. El odio no perdona, no comprende ni dialoga. El odio es un sello permanente de inhumanidad. El odio no respeta géneros ni peculiaridades, ideas ajenas ni propuestas igualitarias y sensatas. El odio suele ser cien por cien subjetivo y quiere hacer un mundo, infinitamente egoísta, a su imagen y semejanza. Lo peor es que aquellos que tienen más odio, los más fanáticos, no tienen nada práctico que ganar con su lucha falsamente ideológica, pues si ahora son pobres en un país pobre y no tienen otra fortuna que su orgullo, seguirán siendo crematísticamente pobres y también pobres en su pobre conciencia insolidaria.