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La moralidad de una sociedad civilizada debería basarse en códigos de conducta pactados por sus miembros en beneficio general y contra todo tipo de depredación humana. Debería ser una moralidad que protegiera los más desfavorecidos pero que también alentara y premiara a los sujetos más activos de la sociedad, aquellos que por su inteligencia, habilidades, capacidad creativa y valores organizativos beneficiaran el progreso y el bienestar a fin de alejarnos de todo primitivismo. Sin embargo, no siempre esta moralidad es la predominante. La que se impone es la resultante del poder de la fuerza, de la capacidad para el engaño o la basada en la envidia de los incapaces que no soportan a aquellos a los que desprecian precisamente por las virtudes que poseen. Que no los soportan y que además los combaten para neutralizarlos en detrimento de la sociedad toda entera.

Un modo eficaz y malvado para desarmar a personas eficientes y emprendedoras es a través de la inculcación en ellas del sentimiento de culpa. Los miserables (que se jactan de puros, limpios y perfectos) suelen ser especialistas en esta clase de táctica para derrumbar a los que consideran adversarios. Con lenguajes simplificados y tramposos para falsificar conductas ejemplares y con teorizaciones más o menos embrolladoras, los impotentes envidiosos pueden conseguir aplastar a los capaces y competentes, acusándolos de soberbios y señalándolos como insolidarios con respecto al resto de la población si consiguen triunfar en sus empresas.

En una sociedad moralmente pervertida se da el desprecio y abandono de los débiles, pero también el ataque despiadado hacia los que con su habilidad, ingenio e iniciativas contribuyen a que las gentes trabajen y mejoren sus vidas alejándolas de la miseria.

Cuando el ofensivo moralista de la envidia e impotencia consigue mediante sus liosos y engañosos enredos lingüísticos engañar presentando como ruines a los elementos activos sociales y además convence a estos mismos de su maldad inexistente, entonces se llega al punto más elevado del ataque indigno.

Lo más malvado de este mundo consiste en crear sentimiento de una culpa inexistente en alguien para desarmarlo y hundirlo. Y más maldad hay todavía cuando no solo se hace asumir culpa al justo, sino que se lo arrastra al castigo o sacrificio a base de conseguir su propia aceptación y ordenándole que sea él mismo el que se monte su cadalso, se inmole por propia voluntad, se ponga la soga y se mande al infierno de buena gana y lleno de remordimientos.

La ruindad que domina en la selva despiadada de la vida puede llegar a ser monstruosa. El juego sucio de los acusadores de personas honorables es la muestra más palmaria de hasta qué punto puede llegar la ruindad de los miserables, miserables que en el fondo no son otra cosa que descerebrados sin capacidades de discernimiento y sin escrúpulos de ninguna clase.