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Existe un debate sobre la evolución de la deuda pública en la economía. Pero no se aprecia la misma preocupación por la deuda privada. Veamos datos sobre la Gran Recesión, que pueden ser interesantes para entender también el momento actual. La deuda pública tuvo una tendencia a la baja desde 1995 hasta 2007; mientras que la privada conoce un proceso inverso: aumenta hasta el punto de pasar del 54 % del total en 1995 al 70 % en 2012. El 2007 marca el punto de inflexión: la deuda pública avanza, mientras que la privada retrocede: las administraciones incrementan sus débitos acuciadas por las consecuencias de la Gran Recesión, en un escenario de contracción de ingresos. En España, además, las cifras son claras: los ingresos fiscales de las administraciones públicas se encuentran siete puntos por debajo de la media de la Unión Europea de los 27, de forma que al desplome de las entradas en la hacienda pública debe añadirse su ineficiencia recaudatoria. Existía –y existe– en España un «margen tributario» todavía destacable, en relación a la media comunitaria; falta una reforma fiscal que corrija bases imponibles y que repiense una cesta de impuestos distinta.

La crisis financiera enganchó un volumen ingente de deuda privada, muy superior a la pública. Pero el resuello se aplica siempre sobre el sector público: debe reducirse, adelgazarse, mejorarse, racionalizarse, póngase el verbo que se quiera. La síntesis parece evidente: lo público debe recortarse porque, al hacerlo –se piensa–, todo será más eficiente y, por consiguiente, la recuperación será próxima. Pero los orígenes del problema están en el ámbito privado, a partir de desencadenar una enorme burbuja de exuberancia irracional, tal y como demuestra Steve Keen (La economía desenmascarada, Capitán Swing, Madrid, 2015; ¿Podemos evitar otra crisis financiera?, Capitán Swing, Madrid, 2021). Ese y no otro es el punto de partida de la catástrofe; no la economía pública.

La expansión de la deuda pública no obedece a despilfarros generalizados ni a excesos implementados desde el sector público: las administraciones reducían sus pasivos mientras que familias y empresas los aumentaban. Pero el golpe letal de la crisis promovió enjuagues de deuda desde la esfera privada –con contracciones notables en el consumo y en la inversión– y la necesidad del sector público de cubrir inversiones y gastos sociales. En este contexto, la Gran Recesión sirvió de pretexto para apuntalar premisas ideológicas ultraconservadoras. Lo vimos en Estados Unidos, con un Partido Republicano dominado por la derecha extrema. Lo apreciamos en Europa, con una ideología presidida, durante la Gran Recesión, por una austeridad mal entendida.

Pero resulta difícil explicar a la gente que es despedida, o a la que se recortan sus prestaciones en dependencia, o se le alarga una operación por falta de recursos, o se le masifican las aulas, que todos esos sacrificios son para cuadrar un indicador, el déficit, que se convirtió en un tótem. Si la economía como disciplina no piensa en el bien común, será también muy común que las personas se acaben alejando no de la economía, sino de la política.