En doce años (2008-2020) estamos viviendo sendas crisis que no desmerecen la Gran Depresión de los años 1930. Por fortuna, tenemos ahora redes de protección que en esa década no se disponían. La economía siempre ha aprendido de estos dramáticos procesos. La crisis del coronavirus puede ser un marco que promulgue que es posible crecer de otra forma, a la vez que se apuntalen mejores condiciones para enfrentarnos a otra futura crisis de naturaleza biológica, tal vez inducida por las consecuencias del cambio climático.
La crisis vírica ha puesto de manifiesto tanto la debilidad de nuestra economía y sistema de protección social, como la necesidad de superarla mediante la acción colectiva planificada, solidaria y en cooperación con el resto del mundo. Y aquí la inversión pública debe jugar un rol fundamental, y contemplar tres aspectos centrales.
En primer lugar, la vocación de establecer nexos de colaboración con el sector privado de la economía, toda vez que sin esa cooperación público-privada se dificultarían los procesos. Ahora bien, en esa situación es determinante que el liderazgo corresponda a los gobiernos, a las administraciones, que pueden tener más capacidad de riesgo inversor en relación a las empresas privadas. Pero que, a su vez, deben marcar pautas de producción desde planteamientos estratégicos.
En segundo término, la estrategia de inversión debería canalizarse hacia objetivos claros, que enlacen con la descarbonización económica. Es este un cajón amplio para proyectos que se encadenen entre ellos. En otras palabras: la necesidad de escoger entre iniciativas distintas y, por tanto, separar las que no encajen con los objetivos marcados. Esto infiere riesgos y, quizás, costes políticos. Pero la eficiencia y la eficacia de la inversión se debe medir en función del éxito de la misma en la consecución de los objetivos propuestos: he ahí la significación.
Un tercer factor se relaciona con los cambios técnicos que se deben afrontar, si se trata de transiciones energéticas, digitalización, movilidad sostenible u otros campos posibles. Urgen planteamientos de I+D+i que supongan explorar nuevas posibilidades tecnológicas, ya que existen aportaciones que alertan sobre los problemas del metabolismo ambiental, en el área de los metales (véase: Antonio Valero-Alicia Thanatia. Los límites minerales del planeta, Icaria, Barcelona). Estos son perentorios para toda una amplísima gama de productos de consumo; pero también para la construcción de nuevas centrales de energías alternativas y géneros y materiales de microelectrónica y comunicación telemática.
La inversión pública es una palanca vital, como garante de crecimiento y espoleta de la inversión privada. Ello infiere retos enormes: desde la elección de los objetivos de inversión, que se deben alinear con la lucha contra el cambio climático; las revisiones de las reglas macroeconómicas vigentes –umbrales de inflación, de déficit público, de deuda–; y la apuesta por la I+D+i que, sin retóricas ni utopías, centre esfuerzos en mejorar las alternativas existentes para transitar hacia otro modelo productivo, que implique agresiones ambientales menores y que encaje con los Acuerdos de París.
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Las administraciones, que tienen más capacidad de inversión que las empresas privadas, deberían limitarse a invertir en lo imprescindible para el servicio público e incentivar que las empresas privadas lo hicieran en sectores necesarios, rentables y menos contaminantes mediante políticas fiscales adecuadas. Todos sabemos lo que pasa cuando la administración invierte, corrupción, compra de votos y voluntades... No estoy de acuerdo con que la inversión pública sea una palanca de crecimiento. Recuerden la expo 92...