Después de pasar más de un año viviendo bajo la tiranía de las mascarillas, llegó la noticia de que se nos aligeraba su uso. Sin embargo, se resisten a desaparecer. Su uso se ha hecho imprescindible para vivir. Fue difícil habituarnos, pero pronto las destrezas de caballero del antifaz se instalaron entre nosotros. No nos resultaba fácil reconocernos en las calles, pero aprendimos el lenguaje de los ojos y los gestos. Pero, más que nada, se convirtieron en el salvavidas ante el peligro y su aceptación fue general, ya sea por miedo al bicho o bien al temor a ser amonestado.
Al fin llegó una buena noticia, se dio un paso para aliviarnos de la mascarilla. Con una buena dosis de pedagogía, salimos inquietos a la calle con la fantástica sensación de que estrenábamos algo. Pero las mascarillas seguirán en nuestras vidas durante mucho más tiempo, días, meses, tal vez años. Este es nuestro destino, se resisten a desaparecer. La gente continúa usándola por inercia, por costumbre o bien porque se siente más segura. Ya forma parte de nosotros como el móvil o el carnet de identidad.
Mientras, unos cuantos niñatos armando la marimorena por lo del megabrote provocado en Palma. Como anunció Fernando Simón , la confluencia de estos viajes de fin de curso en Mallorca son «el caldo de cultivo perfecto» para la difusión del coronavirus. No es la primera vez que pasa, pero quizás la más mediática. A la falta de control del ocio nocturno y la insensatez de estos niñatos, se añade la actitud de unos padres que no solo no censuran la actitud de sus hijos, sino que denuncian a las autoridades públicas por detenciones ilegales de sus cachorros. ¡Cosas veredes, Mío Cid!
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