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Un ministro no puede decir las cosas que dicen los expertos. La recomendación del responsable del ministro de Consumo, Alberto Garzón, a la población para que reduzca la carne que come coincide con lo que los especialistas en nutrición y medio ambiente dicen desde hace años.

El asunto pone de manifiesto la irrelevancia de los expertos que han sido incapaces de despertar crítica alguna por más que se hayan repetido sobre este asunto. El presidente del Gobierno, a su vez, zanjó el tema alabando los chuletones en una intervención con ecos a cuando el ministro ‘popular’ Cañete de Agricultura se tiró meses comiendo filetes a dos carrillos ante cualquier cámara para mitigar el impacto de la crisis de las vacas locas.

Ocurre que la carne sabe bien, probablemente mejor que cualquier otra cosa salvo la mantequilla, que mejora cualquier cosa a la que se le ponga. Sin embargo, se ha convertido en los últimos tiempos en un producto de consumo en algo aséptico.
Lo mismo que las generaciones actuales son las primeras en toda la historia de la humanidad que no ven las estrellas, son las pioneras en reconocer un trozo de carne no en el animal del que viene sino en el envase de plástico del refrigerador del supermercado. La relación con lo que se come cambia. Se consume un muslo de pollo, no el pollo ese que antes estaba en el corral libremente y alimentado con productos naturales y que se mató para la celebración de un día de fiesta.

Se gana en abundancia y se pierde, sobre todo, calidad y placer. Se plantea la duda de qué porcentaje de la población se comería ahora el mismo trozo de carne después de haber visto crecer cada día y morir al animal, sin llegar al extremo de exigir que lo hayan sacrificado con sus propias manos. Por eso comer carne era especial.