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bios drásticos en las décadas siguientes: Messi se retirará, Floren se arruinará con la Superliga y el fútbol desaparecerá. Y no pasará nada. ¿Acaso creían en la Antigua Roma que sus juegos iban a desaparecer? Y duraron más que el fútbol. Eso se palpa en el ambiente y en los barberos, los auténticos chiringuitos: lugares de reunión en el siglo pasado de los más futboleros que analizaban los resultados de la jornada entre tijeretazos y ruido de secador.

Cuando tenía diez años, en las calles se respiraba fútbol en cada esquina. Me leía de cabo a rabo el Dicen, el Sport y el Mundo deportivo. El Don Balón me lo agenciaba semanalmente. Sabía del Maradona de 18 años que no fue convocado por Menotti al Mundial 78. Recitaba de carrerilla la alineación de Argentina: Fillol, Galván, Olguín, Pasarella, Tarantini, Ardiles, Gallego, Kempes, Bertoni, Luque y Ortiz. Descubrí a un nibelungo de oro, Bernd Schuster, en la Eurocopa 80. Con doce años me tragué el Mundial de Naranjito, vi el gol de Héctor Zelaya al poco de empezar el encuentro Honduras-España, me tragué el infumable Austria-Alemania, vi la agresión de Maradona a Falcao, el espectacular juego de la Canahinha, el ultramarcaje de Gentile al Pelusa (sólo faltaba que fueran juntos a mear en la misma taza), los once goles que le enchufaron a El Salvador, la aparición de Mágico González, la irrupción estelar de Paolo Rossi (seis goles en el Mundial) y la celebración de Sandro Pertini de los goles de Italia en la final.

A la generación de ahora le interesa mucho menos el fútbol que a las de antes y así seguirá siendo hasta que haga catacrac. Y no pasará nada. Evidentemente, no será de inmediato, pero ya se vislumbra su ocaso tras el futuro adiós de Messi y mi poca pasión actual.