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La electricidad por los aires y yo con estos pelos. Mientras el precio del recibo de la luz (una metonimia de manual) no deja de subir, el tiempo pasa y acabas por acostumbrarte. Sin culpables indiscutibles, más allá de los clásicos a izquierda y derecha, la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma y pasa de ser un bien de primera necesidad a venderse en el club del gourmet. El siguiente paso es pedir que se envuelva con papel de regalo.

Los que clamaban desde la oposición ante las subidas de antaño siguen haciéndolo desde el Gobierno por los incrementos actuales y juran que, cuando estén en el poder, tomarán medidas. Lo mismo dijeron sus predecesores y no descartemos que lo digan quienes les sucedan. No queremos nucleares porque contaminan pero compramos a Francia sus excedentes de producción; queremos energía solar pero los parques fotovoltaicos lejos de casa; no nos va bien los embalses por sus inevitables reminiscencias franquistas y las alas de los molinos tienen un impacto visual que rompe la línea del infinito y más allá.

La gasolina está mal vista y repudiamos el diésel porque huele a pobre y nos recuerda quienes somos y de donde venimos. Nuestra política energética es tan errática como inescrutable: queremos peces pero no nos gusta mojarnos el culo y resulta difícil compaginar ambas condiciones. En definitiva, la gata Flora marca nuestro camino y es nuestra lideresa. Y mejor no pregunten por qué.