La primera vez que estuve en Tailandia hice algo de lo que me avergüenzo. Supongo que entonces era tonta. Me monté en un elefante como una turista cutre que vuela desde Europa a la fascinante Asia y quiere sentir nuevas sensaciones. Lo que yo entendía como una experiencia mágica con un impresionante y admirable mamífero, feliz de mi interacción con él porque yo soy amante de los animales –o sea, animalista, por desprestigio que interesadamente quiera echarse sobre este término–, era la contribución para perpetuar su vil explotación. Después lo corroboré en uno de esos magníficos programas que graba el enorme Frank de la Jungla .
Recuerdo la estampa cada vez que veo las calesas tiradas por extenuantes caballos en Palma, paseando a guiris sonrientes que deben ser tan tontos como yo en mi juventud, creyendo que están en un país exótico en lugar de en el sur de su mismo continente. Pero claro, intuyo que esta práctica debe estar prohibida en la Europa civilizada y aquí sienten la curiosidad de viajar en el tiempo y trasladarse a otra época pasada. Después, los que han tenido la terrible vivencia de ver agonizar al equino, expirando bajo convulsiones por un golpe de calor o de un vehículo como fin a una vida de esclavizantes jornadas laborales, se han ido espeluznados y con una imagen lamentable de nuestro territorio.
Es una cuestión de racionalidad. La explotación del animal con maltrato evidente debe considerarse un delito. El partido Progreso en Verde lleva años denunciando el incumplimiento por parte de Cort de sus propias ordenanzas y exigiendo la prohibición de las galeras rojas. La reivindicación, ignorada por los ayuntamientos de Palma, Alcúdia o Sant Llorenç, viene de lejos, como demuestra un rápido sondeo en Google, un buscador que se ha convertido en agitador de la memoria colectiva.
En 2015 se recogieron 69.000 firmas en una petición de change.org, de las que un 63 % eran de alemanes responsables. Entonces se sugería la sustitución de los carruajes por coches antiguos. El año pasado las rúbricas eran 120.000 y ahora Guillermo Amengual propone que se cambien por calesas eléctricas. El negocio se mantendría, también los puestos de trabajo y mejoraría la imagen de los municipios que continúan con esta absurda práctica, en veranos, como este, con temperaturas superiores a los 40 grados. Supongo que en lo único que yerra el político animalista es al afirmar que se reducirían los costes de mantenimiento. Porque al precio que va la luz cualquier aparato eléctrico es la ruina del propietario. Pero el robo de las empresas productoras de megavatios mejor lo dejo para la próxima columna, a ver si para entonces el Gobierno ha hecho algo ya para no arruinar del todo a los ciudadanos.
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