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«Qué bonita es Barcelona / perla del Mediterránea… / etc.» Cantaba Jorge Sepúlveda con su magnífica e inconfundible voz. Transcurría la década de los sesenta del pasado siglo. Barcelona era paso y parada obligados para quienes iban o venían de Europa. Recuerdo vagamente, la primera vez que viajé a Barcelona. Era esa época. Paseé por las Ramblas hasta plaza de Cataluña. Era de rigor para los mallorquines.

Hice además las visitas, obligadas de primera vez; al Tibidabo, Montjuic, visitando la Barceloneta con comida en Can Costa, cuando era todavía un chiringuito de playa, aunque pudieras encontrarte con Xavier Cugat, como me ocurrió a mí. Aproveché para visitar a unos parientes lejanos que vivían por Casa Antúnez, lugar hoy rehabilitado, donde la ciudad cambiaba su nombre; lo que, en la novela de ese título y en Los otros catalanes, tan bien describió Francisco Candel. De aquel primer viaje a Barcelona apenas recuerdo nada más. Pues los múltiples recuerdos que ciertamente tengo de la ciudad son de las innumerables ocasiones que la visité; una serie porque cursé la carrera de Derecho en su Universidad central, y muchos otros por muy diversas razones, cuya cronología tengo desordenada.

Barcelona era entonces una ciudad viva, moderna y modernista, proyectada hacia Europa. Se disputaba con Madrid el primer puesto en el ranking de ciudades españolas. Era cosmopolita. No como ahora, que el separatismo y el populismo más cutre lo han embarrado todo. Basta observar lo que fue ayer y contrastarlo con lo que es hoy. De las Cortes de Cádiz, que fraguaron la primera constitución española, el primer presidente, fue un catalán de Barcelona, que se refería siempre a España, sin complejo alguno, como «la Gran nación»: Ramón Lázaro de Dou y de Bassol. Dándose la circunstancia de que fuera también otro diputado de los catalanes de Barcelona, de aquellas mismas cortes, quien propuso que el Dos de Mayo se conmemorara a «los primeros mártires de la libertad española en Madrid» y que en su obra Centinela contra franceses (contra las fuerzas napoleónicas) escribiera una de las mejores apologías españolistas de la época: Antoni Capmany Surís y de Montpalau. Este todavía conserva calle en Barcelona. Ha tenido más suerte que los Reyes Católicos, a quienes el Ayuntamiento barcelonés, hace apenas tres semanas se la han quitado.