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Llegué a Mallorca en 1990, así que creo que puedo opinar sobre lo que significa vivir aquí y tener a la familia fuera. En aquellos años, tomar un avión era casi un lujo. Los españoles solían –y todavía lo hacen en buena medida– viajar en tren, autobús o coche. Pero acabábamos de entrar en la UE, lo que propició una revolución en el sector, la privatización de las compañías aéreas y la creación de AENA. Empezamos a soñar con cosas hasta entonces impensables, como viajar al Caribe, gracias a la campaña publicitaria de Curro, el españolito de clase obrera que se permitía esa extravagancia. Recordemos que en aquella época un salario corriente era de unas cien mil pesetas, equivalente hoy a 600 euros. Así las cosas, coger un avión desde Palma a cualquier aeropuerto de la Península nos costaba un pico, que se veía algo aliviado gracias primero al 10 % de descuento y poco después al 33 %. Enseguida llegó una crisis gorda. De esas a las que los españoles ya estamos acostumbrados. Los precios se pusieron por las nubes y hubo cierto clamor social para exigir que nos equipararan a los canarios, que ya gozaban del 50 % de descuento. Se logró. Respiramos tranquilos. ¿O no tanto? Pues no, porque las compañías subieron los precios hasta tal punto que el descuento se iba por el sumidero. Volvió a ocurrir más recientemente, con el descuento al 75 %. Viajar a la Península debería costarnos unos 25 euros y, sin embargo, volvemos a pagar los mismos 140 que pagábamos hace treinta años. Y eso supone que las compañías aéreas se embolsan un dineral de parte del Estado y que todos los españoles tienen que pagar esa diferencia para que, al final, nosotros no notemos la diferencia. ¿No es un poco ridículo todo?