Por supuesto, aunque el precio era asequible, ni loco habría alquilado esa buhardilla. Ah, los objetos fuera de lugar. Qué inquietantes son. Basta uno para convertir cualquier lugar en la escena de un crimen, justo cuando el detective dice eso de «aquí hay algo que no encaja». Salvo que él se pasa toda la novela intentado averiguar qué no encaja, y yo me refiero a objetos que claramente no están en su sitio. Una horquilla para el pelo en un bote de tomate, la hoja arrancada de un libro de física dentro de otro libro de poemas de Edgar Lee Masters, señalando quién sabe qué, una aguja en el pajar equivocado. He tropezado con bastantes. Cierta vez dormí en una pensión sombría, donde sobre la cama colgaba un artefacto con un aro metálico, tal vez terapéutico o para actividades sexuales, pero ideal para ahorcarse nada más despertar.
Dormí mal, naturalmente, y me las piré en cuanto pude. También recuerdo un grifo en un largo pasillo de hotel, a ras de suelo, de forma que ni siquiera cabía debajo un cubo si a alguien le daba por fregar el pasillo a altas horas de la noche. Un grifo malicioso, en definitiva, porque si algo caracteriza a los objetos fuera de lugar son sus malas intenciones. He visto muchos, aunque ninguno como aquel enchufe. En aquella habitación había pasado algo porque nada encajaba. Sobre todo el enchufe. A lo mejor sólo estaba ahí por prudencia, para evitar un mal contacto. Lo que resulta más inquietante todavía. En fin, que lleven cuidado con los objetos fuera de lugar. ¿Y las personas fuera de lugar? Uff, eso.
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