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Hace unos días circulaban varias imágenes por Twitter del kit de emergencias que había repartido una madre en un avión a todos los pasajeros que iban en un vuelo intercontinental. Los viajeros recibieron una bolsa con chucherías, tapones para los oídos y una nota de disculpa escrita en nombre del bebé por los posibles lloros en su primer vuelo. Los comentarios de los twitteros iban desde «Qué buena idea» a «Detesto viajar con niños». Hemos llegado a un punto de intransigencia tal que los padres tienen que pedir perdón por el comportamiento (natural) de un bebé en pleno vuelo, que sufre cuando se le taponan los oídos. Los niños deberían ser invisibles, silenciosos, capaces de estar horas en un avión sin moverse. Ya puestos, que los mediquen para que no molesten. Aunque ya hay móviles y tabletas para hipnotizarlos. He visto a niños de apenas un año agarrados al móvil. He viajado con bebés propios y alguna pasajera me ha echado una mano cuando estaba sobrepasada (gracias). He viajado cuando no he tenido hijos y me ha tocado al lado una niña asustada: y no he dudado en ponerme a leer con ella para distraerla. Se nos ha olvidado la tolerancia y algunos adultos se quejan y lloriquean como si no hubiesen pasado la fase de la lactancia.