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El Robin Hood tradicional robaba a los ricos para dárselo a los pobres, y su figura –nacida de la leyenda, de la invención y de la realidad– fue siempre fuente de simpatías de los humildes, que admiraban a quien se enfrentaba a los más ricos.

Con la reforma del delito de malversación, Robin Hood se convierte en político, y el antiguo político ladrón se transforma en un bienhechor de la causa, que mete mano en la caja, no para su provecho particular, sino para favorecer que los nobles ideales de su partido se puedan cumplir.

Los millones de euros que los secesionistas catalanes han malversado, bien organizando un referéndum ilegal; bien financiando viajes a Moscú para pedir el apoyo del sanguinario de Putin; bien subvencionando embajadas, que se dedican a denigrar a España, no es dinero robado a los contribuyentes para malversarlo en intereses partidistas, sino una noble acción para sostener a un partido político.

El primer Robin Hood político fue el nada honorable Jordi Pujol, que implantó el impuesto del 3 % para las arcas del partido y, si se quedó con unos pocos millones depositados en Andorra, era para dárselo al partido, estoy seguro.

Los innumerables Robin Hoods de Andalucía, que sacaron más de 700 millones de los impuestos de los españoles y del dinero de la Unión Europea, no hicieron otra cosa que aportar su esfuerzo y el dinero público para que los amigos, sindicalistas, parientes y simpatizantes en general, vivieran mejor y el partido pudiera consolidarse para hacer felices a los andaluces. ¿Hay Robin Hoods en el PP? No, allí sólo hay sinvergüenzas. Y reciben su castigo. La esposa de Bárcenas, por ejemplo, está condenada a 13 años de cárcel por haberle firmado unos papeles a su marido. Pero Griñán está libre porque pertenece a la noble estirpe de los Robin Hoods.