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A lo largo del siglo veinte, el arte vivió una revolución tras otra hasta convertirse en un universo que cualquier persona culta de siglos anteriores no habría podido reconocer. Arquitectura, artes plásticas, música, literatura, danza y el recién nacido cine se transformaron en objeto de experimentación hasta grados incomprensibles para el común de los mortales. Hoy pocos son los que pueden disertar con conocimientos sólidos sobre esta o aquella obra de arte actual sin caer en discursos hueros y grandilocuentes sin sentido. A menudo nos enzarzamos en discusiones absurdas sobre lo que es literatura y lo que no, lo que es arte y lo que solo es una ridícula banalización. Disputas imposibles de ganar o perder porque los referentes clásicos y estáticos se han perdido hace mucho y hoy lo que prima es la individualidad, el capricho y, tristemente, la chorrada sin fondo ni recorrido. Lo vemos en la música, ese grandísimo arte del que apenas hemos disfrutado durante unos pocos siglos –la música más antigua se perdió– y que ahora parece también perdida. Las redes, los medios de comunicación, las televisiones… Todo el mundo habla de las bobadas que Shakira le regala a su expareja en venganza por el sufrimiento y blablablá. La canción –como todas las de la colombiana de los últimos años– es un truño y su contenido, bazofia hecha por y para ganar dinero aprovechando la marea a su favor. Otro tanto ocurre con el fenómeno editorial del año, las memorias –por favor, el chaval tiene 38 años– del príncipe Harry de Inglaterra, un envidioso patológico que también ha querido aprovechar su posición para sacar unos cuantos millones a costa de la morbosa curiosidad de ciudadanos de todo el planeta. En fin. ¿Música, arte, cultura?