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Acaban de cumplirse once meses desde que Putin, hasta entonces definido como un buen aliado por la OTAN, decidió invadir Ucrania, en lo que el Kremlin pensaba que iba a ser una operación relámpago sin demasiadas complicaciones. Todavía el 23 de febrero de 2022, pese a algunas advertencias informadas de Joe Biden, el mundo vivía pensando que una pandemia era lo peor que podía pasarle, y que eso estaba ya superado. Éramos inconscientes, desinformados, casi volvíamos a ser felices.

Temo que seguimos estando igual. Los debates económicos, legales, sociales, en el seno de Europa, que al fin y al cabo es el escenario de una contienda que nadie esperaba que fuese a durar tanto, son ajenos a una economía, a una moral, que están en guerra aunque nadie sepa muy bien qué ocurrió con aquellas severas admoniciones que ordenaban apagar escaparates por la noche y brutal ahorro energético en los hogares.

Ahora, cuando el próximo 24 de febrero se cumpla un año del horror desatado por el neozar y su círculo de generales belicosos y corruptos, Europa volverá a sacar pecho, recordando que estamos enviando tanques de varias marcas y modelos –pero no soldados– al martirizado territorio ucraniano. Tendremos un recuerdo momentáneo para los que allí tanto están sufriendo, y para los millones de refugiados fuera de su patria. Y luego volveremos a evadirnos.

Antes de que se cumpla ese año del horror ante el que volvemos la cabeza, déjenme escribir cinco palabras que han de salirnos del corazón: no podemos olvidarnos de Ucrania en nuestros telediarios y en nuestros titulares, no pueden abandonar aquel terreno nuestros esforzados enviados especiales, que cuentan el horror en directo. Nos estamos jugando la supervivencia de nuestro mundo, feliz y despreocupado, tal como lo hemos conocido hasta ahora. Hace un año no sabíamos lo que era la guerra. Da la impresión de que seguimos sin saberlo. Pero, al levantarnos, descubrimos que el dinosaurio sigue estando ahí, cada día más agigantado.