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La huelga de controladores aéreos franceses me pilla desprevenida. En este mundo globalizado, en el que todo se encadena por arte de magia, no debería de sorprenderme: si hay huelga en Francia, mi vuelo de Barcelona a Palma está condenado a llevar retraso. Llegué como siempre al aeropuerto. Me extrañó la cantidad de personas que había por todas partes. Estoy acostumbrada a los aeropuertos y no me sorprenden sus trajines. A veces, cuando no voy con el tiempo justo, me entretengo observando la prodigiosa diversidad de seres humanos que transitan por él. Cada uno cargado con maletas, carritos y bolsas invisibles, esas que no facturamos nunca, pero que arrastramos con la carga de nuestra historia.

Esta semana había muchísimos retrasos, con lo que la acumulación de seres humanos era enorme. Todas las sillas de los bares, todos los bancos, todos los espacios estaban ocupados. No había un solo hueco para recogerse en uno mismo. El retraso era indefinido. Es decir, nadie sabía a qué hora saldría mi vuelo. Ni el mío ni el de los demás, por supuesto, aunque en esas situaciones sueles convertirte en una especie de monstruo insolidario a quien le importa un pepino el retraso de los otros. No tenía un buen libro entre las manos, el refugio para soportar situaciones de este tipo. Fuí al quiosco y compré un periódico, una revista frívola y una botella de agua.

De repente, entre la muchedumbre, las voces y los sonidos hostiles. Me acordé de un trocito de una vieja canción que me cantaba mi abuela. Busqué un par de frases en Internet y encontré la canción. Era de Jorge Sepúlveda, de los años cuarenta. Se titula La Caravana y explica la historia de una caravana de circo alegre y bulliciosa que recorre pueblos. Entre la gente feliz, hay un hombre triste porque ha perdido a la mujer que amaba. Hacía siglos que no la escuchaba «La caravana, con sus cantos y risas, la ruta sigue sin sentir su dolor…». La escuché una vez y otra y otra… Entonces se desdibujaron las personas que me rodeaban, las pantallas anunciando retrasos, la ansiedad de querer huir. Y la canción antigua me acompañaba.