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Estos días se ha anunciado a bombo y platillo el final de un programa emblemático en Tele5: Sálvame. Aunque hacía meses que iba perdiendo audiencia, la decisión se comunicó de repente y fue como un estallido de pólvora para muchos. Su presentador, Jorge Javier Vázquez, está triste y lo explica en los medios de comunicación. Es comprensible: cuando se acaba un programa de larga duración, en este caso catorce años en antena, sus protagonistas sienten un vacío. El proyecto que ha sido el centro de sus días se convierte en humo, algo bastante difícil de procesar. Se pasa de una sensación de plenitud a otra de extrañeza, primero, y de pérdida después. Aunque sabemos que nada es eterno, tenemos tendencia a soñar la eternidad, cuando nos conviene.

Jorge Javier asegura que ha consagrado su vida a Sálvame. No lo dudamos. También es cierto que el programa le ha dado mucho: popularidad, un sueldo astronómico, relaciones e influencias.
Sería interesante hacer un estudio sociológico de Sálvame. Si un programa es el reflejo del nivel de madurez de la sociedad en la que triunfa, habría que entonar un mea culpa colectivo. Sinceramente, siempre me ha resultado difícil comprender las claves de su éxito. Aunque solo he visto fragmentos, me parecía una orquesta de instrumentos desafinados sonando a la vez. La vulgaridad, la estridencia y el mal gusto eran sus consignas. El hablar sin decir nada, gritar sin ton ni son, interrumpir al otro… han sido algunos de sus componentes clave.

Era uno de esos programas que consiguen ponerme francamente nerviosa. Por un lado, no aportaba nada. Ni siquiera entretenimiento, que era su objetivo. Por otra parte, parecía que incentivaba a la mala educación, la falta de respeto y el mal gusto. Incluso el título me parecía desafortunado. ¿Sálvame? ¿A quién y de qué? Salvar, salvar… no creo que salvase a su público.