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El ruido abre el verano. Empieza con los viajes de estudios y sigue en los núcleos turísticos, acrecentado este año en las zonas de ocio nocturno de Palma, las clásicas de restaurantes, bares de copas y discoteca, esas isletas que se encienden cuando el centro comercial se apaga. Son los ayuntamientos quienes tienen que conseguir equilibrios y no parece que lo hayan conseguido porque las quejas vecinales no cesan como no aflojan patronal y restauradores en reclamar esa hora de más que le han concedido judicialmente en la Lonja. Además, el malestar se complica en todos los barrios con el auge de las viviendas turísticas, bebederos de aves de paso breve con ganas de juerga en el cuerpo. El reloj no se mueve a gusto de todos. Quizá no sea solo problema de horarios, que puede estar en el desprecio de unos al derecho de los vecinos al descanso y la tranquilidad y la intransigencia de otros a que clientes de aquí y de fuera disfruten de las terrazas en un ambiente distendido y, sí, con palique más sonoro de lo normal. A saber qué es lo normal en una sobremesa de vacaciones si Palma dispone de potente oferta complementaria de gastronomía y diversiones varias. En algún ránking está en quinto lugar de las más ruidosas de España, aunque esto no frena a ningún turista. El personal que viene quiere pasarlo bien por encima de casi todo. La duda está en qué camino tomará el nuevo Ayuntamiento, si el del modelo de ciudad dormitorio silenciosa de los países del norte o el de la mediterránea abierta y vendedora de noches atractivas. O quedarse quieto. Atentos.