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Recientemente descubrí que Rock Hudson murió poco antes de cumplir sesenta años y recordé que en aquel ya lejano otoño de 1985 –yo tenía 19 añitos– me parecía un anciano. Los estragos que el sida habían hecho en su cuerpo –era un gigante de 1,96– y en su rostro antaño perfecto nos dejaron a todos impactados. Gracias a él tomamos consciencia de lo que estaba ocurriendo. Fue aquella una época crítica de nuestra vida, por la irrupción de aquel virus que ahora nos parece haber desaparecido. Y no, para nada. Aunque ya no se prodigan las campañas de sensibilización institucionales y casi nadie habla de ello, sigue ahí. Ahora, después de cuarenta años de investigación, hay tratamientos contra la enfermedad, pero el virus sigue transmitiéndose por las mismas vías que entonces: jeringuillas compartidas y sexo. Como tantos otros males que se contagian a través de los contactos sexuales.

Una realidad que quienes crecimos en los ochenta tenemos muy presente precisamente por haber visto cómo un coloso como Rock Hudson caía sin remedio, seguido por tantos otros. Ya adultos, la mayoría, más allá de aconsejar la utilización del preservativo, hemos dejado en manos del colegio y de la casualidad la educación sexual de nuestros hijos y se ve que no lo hemos hecho bien. Porque hoy enfermedades sexuales que creíamos superadas se expanden sin fronteras, como la gonorrea y la sífilis, porque nuestros muchachos se niegan a usar un condón. La promiscuidad, el abuso del alcohol y de las drogas, el temprano inicio en las relaciones sexuales y la inspiración a través de la pornografía parece que son las causas de que los jóvenes de hoy vivan expuestos a males más propios de los tiempos de mi bisabuela.