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Cuarenta y cinco años después del ‘café para todos' de Manuel Clavero Arévalo, arquitecto del estado de las autonomías, disponemos de suficiente perspectiva como para hacernos una idea del éxito o fracaso de aquella configuración. Aunque la Constitución previese distintos cauces para acceder al régimen autonómico, se suponía que una vez que las distintas comunidades fueran implantándolo, quedarían igualadas en cuanto a derechos, y ello con independencia del ritmo de asunción de las distintas competencias.

La primera consideración que podemos hacer es la de que puede que, al final, efectivamente, hubiera café para todos, pero no el mismo café. Para unos el café fue siempre largo y de primera calidad; para otros, solo los posos. Incluso a algunos el café se lo pagamos los demás. Así que la pretensión inicial de lograr un equilibrio territorial que permitiera equiparar los derechos de la ciudadanía de cada región o nacionalidad se ha cumplido únicamente en determinados territorios y, en cambio, a otros se les ha seguido privilegiando por aquello tan poco solidario del ‘hecho diferencial', como si diferentes no fuéramos todos con respecto a los demás.

Lo que probablemente no pensamos en 1978 es que, en ese reparto de recursos y derechos para equilibrar las diferencias económicas y sociales existentes en aquella España, se acabara beneficiando a las comunidades autónomas que menos solidarias han sido con el resto y que menos contribuyen a consolidar la posición política de nuestro país en el concierto europeo. Bien al contrario, ya desde el inicio se otorgaron privilegios a comunidades cuyos gobiernos cuestionaban el régimen constitucional, de manera que el País Vasco y, a su rebufo, Navarra, contaron con un sistema financiero distinto, una bicoca que les ha supuesto una enorme ventaja con relación a las demás comunidades. La cosa nacía, pues, contradiciendo abiertamente ese espíritu del ‘café para todos'. Y aquellos gobiernos autonómicos que más han hecho desde entonces por cuestionar la propia existencia de la nación española –Cataluña y el País Vasco– han sido, de largo, los más beneficiados.

Naturalmente, los señores del PNV no reconocerán jamás que, durante décadas, el argumento tácito más sólido para avalar la constante cesión de soberanía del Estado hacia Euskadi no era otro que el de intentar dejar sin argumentos a la bestia sanguinaria de ETA. Los delitos de sangre, mal que nos pese a todos, les han acabado beneficiando económica, fiscal y socialmente, y no poco, aunque también repugnasen a una parte de los nacionalistas.

Hace días que estamos experimentando un nuevo capítulo de esta delirante paradoja. Resulta ser que quien a día de hoy es aún un delincuente en busca y captura por haber encabezado una intentona secesionista, financiada con el dinero malversado del contribuyente, no solo va a ser amnistiado sin haberse movido un milímetro de sus posiciones, sino que va a recibir un premio económico y un reconocimiento honorífico a título personal, más una contraprestación para su comunidad de 15.000 millones de euros; por siete miserables votos.

La terrible y cruda conclusión de todo ello es que, en España, delinquir desde el poder, o apoyarse astutamente en los delitos de los demás, acarrea premio.