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Parecía inmortal, pero al final no lo era. Y eso que ha vivido 100 años tan intensos que equivalen a varios siglos en la vida de cualquier otro mortal. Henry Kissinger nació en la ciudad alemana de Fürth y a finales de los años treinta su familia judía escapó a Nueva York, huyendo del nazismo. Se graduó en Harvard y su olfato antológico le permitió colocarse en la Administración norteamericana, al más alto nivel. En los años sesenta, en plena guerra de Vietnam, ya era un politólogo reputado y años después, como asesor de Seguridad Nacional y secretario de Estado con el presidente Richard Nixon se instaló en el Olimpo de los Dioses. Era la mano que mecía la cuna. Por eso, cuando Nixon cayó por el escándalo del Watergate, siguió controlándolo todo con Gerald Ford, su sucesor. Puso y depuso Gobiernos títeres, instaló regímenes militares en Sudamérica y se permitió derrocar a Salvador Allende. Curiosidades de la vida, recibió el Premio Nobel de la Paz, lo cual puede sonar a cachondeo. Pero con Henry Kissinger todo era posible y como semidiós que era también tuvo un papel clave en el final de la Guerra de Vietnam y en el deshielo de las relaciones con China. En 1972, en plena Guerra Fría con la Unión Soviética, debía celebrarse en Reikiavik el ‘match del siglo’ de Ajedrez entre el norteamericano Bobby Fischer y el ruso Boris Spassky. El genio yanqui tensaba la cuerda con sus excentricidades y dudaba en presentarse. Kissinger descolgó el teléfono de la Casa Blanca: «El peor ajedrecista del mundo llamando al mejor ajedrecista del mundo». Y en unos minutos lo convenció. Hombre y Dios.