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El título universitario ya no garantiza empleo digno ni adecuado a la formación, ni siquiera el mero acceso al trabajo. El conocimiento está desvalorizado en general. Ser culto ni siquiera sirve hoy para ligar, porque el conocimiento es sospechoso y carece de prestigio social. Se prefieren los músculos de gimnasio, la cirugía estética, la cuenta corriente y la habilidad para el contacto y el negocio. Corren tiempos para populismos, start-ups y audaces emprendedores, no para sabios reflexivos. No resulta extraño que la mayoría de jóvenes desee ser influencer. Las universidades son cada vez más técnicas (ingeniería, informática) y orientadas a la empresa (por ejemplo, se obliga a departamentos universitarios a demostrar que las aportaciones para investigación tendrán un retorno económico multiplicado).
Hace años, cuando el desarrollismo, se pretendía que la educación superior se generalizara todo lo posible. Sin duda fue una buena iniciativa, pero que acabó provocando inflación de títulos, alimentada además por la proliferación de las nuevas titulaciones privadas, a veces de dudoso valor académico. Ha aparecido así todo un nuevo grupo social, denominado, por paralelismo con el antiguo proletariado, el cognitariado. Se trata de personas con carreras, másteres e incluso doctorados que sobreviven infraempleados, con frecuencia ocupando en universidades plazas precarias de profesores ayudantes, asociados y similares. Hasta el 40 % de las clases universitarias llegaron a ser impartidas por estas figuras, a las que, sin ningún miramiento, y tras 30 años, la última reforma universitaria ha decidido eliminar y dejar en la calle. Y muchos abogados han acabado en gestorías, periodistas opositando a administrativos o filósofos despachando en el McDonald's. El cognitariado es intelectualidad barata, altos conocimientos low-cost, trabajadores del conocimiento a precio de saldo. A veces, incluso, se contrata a matemáticos extranjeros online, que resultan todavía más baratos.
Evidentemente, no son buenas noticias para una sociedad –que además se llama a sí misma del conocimiento– la devaluación del pensamiento y de sus portadores; incluyendo, claro está, lo de ligar por ser culto.