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Un año después, tengo la impresión de que Jaime Martínez, el alcalde de Palma, pensaba que la ciudad era un caos porque José Hila, su antecesor, era un incompetente. Lo era, pero la ciudad está hecha un asco por otro motivo más importante: simplemente porque Palma no tiene ayuntamiento. La institución no funciona, está podrida, sus mecanismos son un desastre, la productividad de su plantilla es nula y los funcionarios han tomado el control de la operativa. Ese es el problema que Martínez jamás vio. Ni ve.

Los políticos de Palma no son tan culpables de que nada funcione como de no saber que en Cort ellos mismos tienen una papel prescindible. Baste ver cómo desde hace dos décadas, cada político que llega a Urbanismo anuncia un plan de choque para acabar con el caos en la tramitación de licencias. Tanto Fidalgo, como Truyol, como Hila lo hicieron, pensando que algo cambiaría. Nunca jamás ocurrió nada de nada.

Esa es la culpa de Martínez. En su ingenuidad superlativa, el actual alcalde decidió cambiar las normas de Urbanismo para que estuvieran más claras, como si los resabiados funcionarios no entendieran bien qué tenían que hacer. Para echarse a reír. Martínez ha perdido su primer año de mandato preparando el fracaso de los siguientes tres años, porque ni siquiera ha verbalizado en qué consiste el problema. No venía con la lección aprendida. Cuando se entere, ya será tarde. Ser un ‘xotet’ para el Consolat que no lo salvará. Igual hasta es peor.

Palma necesita alguien resolutivo que entre con lanzallamas –hasta podría hacerlo en sentido no figurado, de no ser que es delito–, para devolver la institución al servicio del público y no al de los okupas que se han instalado en ella. España y Baleares tienen una maraña legal tal que la tropa que controla Cort siempre puede esgrimir un artículo, sentencia o informe que desaconseje gobernar. «No, batle, esto no se puede hacer», le dirán mil y una veces. Un alcalde bueno es aquel que tiene claro que ese asesor, si hubiera querido, le habría dicho exactamente lo contrario. Bastaría que quisiera trabajar. Pero Martínez, como sus antecesores, se queda bloqueado.

Hace unos días fui en el tren a Sóller con un amigo extranjero y tuve que inventarme una conversación baladí hasta cruzar los límites del municipio porque simplemente la vista es horrible. Me hice el despistado ante las pintadas que estropean la fachada de la estación, pese a su valor histórico; rogué para que mi amigo no mirara los edificios auxiliares de la de Inca, al otro lado de la calle, atiborrados de suciedad, incluyendo un edificio del Govern, junto al puente del tren; lamentaba que no haya ni una barrera en Eusebio Estada sin pintarrajear o que nadie haya ajardinado los laterales de la vía; me sonrojó la suciedad junto a las piscinas de Son Hugo o el campamento de caravanas inexistente en cualquier otra ciudad; silvaba ante los olores repugnantes procedentes de las chabolas de marginados instaladas entre la vía del tren y una fila de vertidos ilegales que discurre hacia el norte. La travesía del polígono de Son Castelló se parece a lo que supongo que es la periferia de Bombay, donde nunca estuve. La vergüenza de Palma consiste en que uno esté deseando entrar en el término de Bunyola para poder decirle al amigo que ya puede mirar la belleza de la Mallorca que nos enorgullece. Este desastre se extiende por todo: la plaza de Toros, el paseo Marítimo, el edificio de Gesa, o los polígonos industriales. Y también en el departamento de Urbanismo, donde parece increíble que dos hangares para mantenimiento de aviones de Ryanair y Eurowings esperen a que Martínez se despierte.

A mí Martínez me parece una persona decente pero ingenua. Como los de Podemos cuando llegaron a Cort. Tuvo que ser condenada Aurora Jhardi para que alguno de ellos, no todos, admitiera que el problema no era la derecha infecta o los poderes oscuros sino las estructuras funcionariales que ordeñan toda la energía del ayuntamiento en su provecho. Martínez está igual: descubriendo que su final será como el de Hila, porque si no se atreve a defender los intereses de los ciudadanos, acabará en casa, habiendo fracasado como todos sus colegas desde los tiempos de Ramón Aguiló, el primer y último alcalde que tuvo Palma.

En una palabra, los mandos que maneja el alcalde son de pega, no funcionan, no le responden. Recuperar el poder era el reto de Martínez. Hoy tal vez ya sea tarde, sobre todo acompañado de un equipo tan patético como el suyo. Ahora sólo le queda esperar que el rival socialista para 2027 sea tan malo como Hila y que suene la flauta.