TW
1

Desde hace ya varias semanas estoy disfrutando con la lectura en la prensa europea de un subgénero de crónica periodística que creía en extinción: el que analiza cómo los líderes políticos no democráticos mueven los hilos para asentarse en el poder, interpretando sutilmente sus gestos, palabras y conductas.

Cuando era muy joven, dediqué mucho tiempo a entender la política de la época mediante estas crónicas que, por cierto, estaban reservadas a los periodistas más cualificados y mejor informados. Tan prestigiosa era esta especialidad que una de las ramas de este género se denominaba kremlinología, porque escrutaba a la gerontocracia de Moscú para adivinar el futuro de la Unión Soviética. Algo similar sucedía en el reino de los Castro, en el franquismo donde nunca llegué a profundizar, en teocracias como Irán, y en alguna otra satrapía. Los verdaderos especialistas basan sus exégesis en los afectos de los líderes, con quienes estudiaron, de quién son familiares, con quién cenaron este mes, sus etnias, lenguas, qué simboliza cada uno a nivel de imagen –joven, con idiomas, economista, militar, etcétera–, qué deudas políticas tienen y, por supuesto, el factor decisivo, las lealtades perrunas, irracionales. Les aseguro que estas crónicas enseñaban mucho sobre el ser humano, especialmente sobre cómo el poder altera su racionalidad y cómo se aferran a los cargos.

Digo que he vuelto a las crónicas de este tipo porque la prensa europea ha dedicado amplio espacio a analizar la cena del lunes pasado del Consejo Europeo informal como si fuera una reunión del Politburó soviético: a esta política «le sobra ambición, pero tiene ideas demasiado fuertes»; esta otra ha «descuidado las prioridades de su familia política»; a otro personaje el poder «quizá le llega demasiado pronto, pero puede ser una de las cartas que se barajan si x cayera»; de otra se dice que «salió de la cena con la cara larga», y aún de otro más aseguran que «habla idiomas, dirige un think tank y acaba de publicar un comentado informe».

Todo este género periodístico casi había muerto porque hoy en las democracias los cargos importantes los decide el votante, dando igual si el candidato tiene o no ambición, si habla idiomas o si tiene tal o cual amigo. Nunca nadie pensaría que en España importan las relaciones personales de los candidatos a Moncloa, porque eso lo deciden las urnas.

Como en China, como en Rusia, los cargos de Europa se eligen en una cena. De ahí salen los gobernantes que han de frenar el declive económico del continente. Usted fue a las urnas a votar el Parlamento Europeo, pero eso no importa, es una anécdota: los corresponsales en Bruselas interpretan los juegos de poder a las puertas del restaurante: esta mujer «tiene mucha experiencia en el Consejo Europeo» –Mette Frederiksen, de Dinamarca–, o este hombre «está en el momento perfecto por edad, veteranía en el Consejo Europeo y familia política» –Pedro Sánchez–, porque esas son armas en la guerra por el poder. Todo es moneda de cambio, todo se negocia, todo se vende, todo se compra.

Usted y yo votamos pero ignoramos qué harán nuestros representantes. En realidad, tampoco ellos saben a quién van a votar sino que esperan a que se acabe el reparto de cargos para recibir instrucciones. Su papel se limitará a una triste ratificación de candidaturas aprobadas. Si sus jefes les dicen de oponerse, lo harán, también sin saber la razón. Contrario a toda democracia, las órdenes van de arriba hacia abajo y no al revés.

Una corresponsal cuenta los criterios para los cargos comunitarios: «equilibrio de género, geográfico y de color político». Usted vote lo que quiera que los que saben harán las cosas a su gusto. «Sin el apoyo de Francia y Alemania no habrá Comisión Europea», explica la periodista, porque el apoyo de los votantes es un asunto irrelevante.

En eso está ahora Europa: primero se reparten la Comisión –con alguien que no tenga demasiada identidad, no sea cosa que aparezca otro Delors–, después viene la presidencia del Consejo, después la jefatura de la diplomacia y en cuarto lugar la presidencia del Parlamento Europeo. Porque los eurodiputados ni siquiera son libres de elegir a su propio presidente. Hace cinco años se daba por hecho que sería el holandés Frans Timmermann, pero al final no se sabe de dónde alguien dio la orden de que votaran al desconocido David Sassoli, un periodista italiano, de quien sus colegas diputados no tenían ni idea. Bueno, Sassoli tampoco esperaba el cargo. Todos votaron disciplinadamente.

¿Hay alguna razón por la que debamos pensar que Europa funciona de forma diferente a China o a Rusia? Los mismos que cenaron este lunes en Bruselas repartiéndose los cargos de espaldas a los ciudadanos se horrorizan del crecimiento del voto desencantado. Alvise es abominable, pero yo también quiero que se acabe esta fiesta y empiece la democracia. Uno puede discrepar de Feijóo o de Sánchez pero, desde luego, ambos salen de las urnas y todos los conocimos suficientemente antes de votarlos. El sistema español tendrá sus defectos, pero al menos no escoge a los mandatarios en una cena.

Mientras tanto, disfrutemos de cómo los buenos periodistas nos describen las maravillosas trastiendas del poder, como lo que son: un escenario cerrado, ajeno al escrutinio público, donde personajes que nunca han sido votados escogen a los que nos van a gobernar. Lo positivo: al menos así salvamos un subgénero periodístico que agonizaba.