Sucedió el pasado viernes a mediodía. Un grupo de zagales de entre once y doce años se habían arremolinado en el parque después de clase para celebrar el último día de curso. Era un día importante: ya dan el salto al instituto. Los chicos se emocionaban, algunas mozas dejaban escapar alguna lágrima y se prepararon un banquete del take away para comerlo bajo los árboles.
El escenario es importante. Todos esos chicos y chicas han pasado nueve años clavados en ese parque, haciendo horas al aire libre, ya sea bajo el sol inclemente de mayo o el invierno implacable de enero. Y he aquí que cuando estaban en medio de la celebración, bajo la sombra de los cuatro escasos árboles del parque, aparecieron cuatro grupos de turistas con sus correspondientes guías. Algunos arrugaron la nariz y los guías se acercaron a la muchachada: «¿Os podéis ir? Hacéis mucho ruido».
Los turistas se disputaban con los zagales la escasa sombra del parque. Los críos asistían incrédulos ante la petición: es su parque. Y el de todos los niños que se acerquen a él. No tienen título de propiedad pero ahí se han desollado rodillas, se han partido dientes, se han rebozado en cacas de perro del barrio, han desarrollado su imaginación espacial. Y ahora unos guiris les dicen que estorban. «No nos vamos», dijeron todos.
Un grupo de chicos con ocho apellidos mallorquines, con nombres impronunciables del Este, del norte y del sur de la Península, niños con árboles genealógicos que se expanden por cuatro continentes que han trepado en los árboles de nuestro parque. «Que no nos vamos», insistieron. No se van del parque y no se van de su isla. Por algo se la han ganado.
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