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Para mí, todo país es maravilloso durante el periodo que va desde que tomo contacto con él hasta que conozco los pecados que oculta, su historia, su trastienda. Es una luna de miel en la que lo idílico se sostiene en la ignorancia. Hasta Sicilia en mis primeros viajes me pareció un lugar fantástico, lleno de gracia. Las calles de Palermo son un caos, pero alegre y divertido. Todo es vital aunque desordenado. O lo parece. Ningún comercio lleva un cartel enorme que explique que existe por que paga a la Mafia, de manera que uno acepta la realidad sin más. La perfección de la sociedad japonesa me sedujo inevitablemente: nada puede aproximarse más a la excelencia que aquello, aunque después, al descubrir el índice de suicidios se comprende que el ser humano no puede ser tan japonés. En casa, sin embargo, las cosas me parecen peor. En casa o en cualquier lugar del cual conozco su historia, a los protagonistas, sus cuitas. No porque a primera vista las cosas estén peor, que no siempre lo están, sino porque conozco la trastienda, porque sé sus porqués, veo también lo que pudo haber sido y no es.
Un amigo mallorquín que estuvo con su familia unos días de vacaciones en Uruguay me dijo que se había llevado una magnífica impresión, lo cual no concuerda exactamente con lo que yo pienso. O sí: para mí la primera impresión también es buena, pero cuando se conocen las entretelas, cuando se ve la energía perdida, se tiene una visión más matizada, o sea peor. Por ejemplo, a mí Punta del Este también me parece un lugar maravilloso, pero no puedo evitar sufrir por que, por presiones comerciales, hayan quitado el tren que llegaba al centro y lo hayan reemplazado por una avenida al lado de la cual han construido alocadamente.

Para mí el Parque de las Estaciones de Palma no es lo que veo, sino que es el proyecto construido después de destruir el parque anterior, que entonces ni siquiera habíamos pagado; el edificio de Gesa no es una construcción que se preserva por sus valores, que debe tenerlos, sino que fue el precio a pagar porque Núñez denunció la corrupción en Can Domenge; el puente del tren del arquitecto Bennasar no es patrimonio sino una construcción de cartón piedra de este siglo; Corea no es un símbolo de la arquitectura franquista sino del fracaso de nuestro Ayuntamiento en adecentar la zona; la saturación turística de la que tanto nos quejamos la aprobamos todos cuando se decidió que cada casa podía funcionar como hotel, sin que nadie protestara ni alzara la voz.

Cuando escucho críticas a la Monarquía como régimen político, podría aceptarlas hasta que recuerdo la desvergonzada intervención de Alcalá Zamora en las elecciones de 1936, haciendo que Portela le buscara un hueco para sobrevivir políticamente, lo que hace buenos a los Borbones; cuando cuestionamos en España el centralismo del cual es hijo el estado de las autonomías, me pregunto por qué Portugal va tan bien; cuando algunos defienden la inmigración ilegal me pregunto por qué entrar legalmente a España es tan complicado. Todo es magnífico, si no tenemos contexto, si ignoramos el pasado, si no conocemos la historia.

Tienen razón los ingleses cuando dicen que «el jardín del vecino siempre parece más verde», porque ni lo regamos, ni lo cortamos, ni hemos tenido que limpiarlo de plantas que lo dañan. Sólo nos da placer a la vista.

La polifacética Europa tiene un Occidente crítico con el capitalismo, ávido de nuevos derechos para las minorías; los países que vienen de pertenecer a la órbita soviética, por el contrario, adoran a Estados Unidos, quieren más capitalismo y, en general, no quieren ni pensar en lo que proponen las élites culturales del Oeste.

Hace pocos días, el 20 de junio, nada menos que en el Comité de Descolonización de Naciones Unidas, Annette Falcón, representante del partido Adelante Reunificacionistas de Puerto Rico y España, pedía con toda seriedad que la isla caribeña volviera a ser una provincia española, nombrando sus diputados en las Cortes Generales y siendo titular de los mismos derechos que tienen los navarros, canarios o ceutíes. Desde luego, no hay razón para cuestionar esta petición, sobre todo si pensamos que Francia o Gran Bretaña aún tienen territorios de ultramar –Martinica o Granada, por ejemplo–, residuos de los imperios históricos que un día tuvieron. Y, además, es muy probable que los vecinos cubanos, hartos de fracasar en sus intentos de autogobernarse, también quisieran sumarse a este proyecto.

Lo relativo es que si de una parte de los catalanes y vascos dependiera, podrían haber coincidido en ese mismo Comité con Puerto Rico pero para reivindicar exactamente lo contrario, probablemente con los mismos argumentos pero al revés. Porque lo que para Falcón y su gente es un sueño, para los nuestros es una pesadilla. Lo mismo, prueba de que el contexto es determinante.

No obstante, como siempre detrás de una imagen exterior hay una trastienda, vale la pena disfrutar de las apariencias, pero la verdad es la que tiene matices, la que se deriva de la lectura informada, la que ha exigido reflexión, ponderación, profundidad. El vecino tendrá un jardín verde, pero lo real es el trabajo que ha llevado y que es parte de la ecuación.