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Es el último recurso. Las cangrejeras enfundan los pies y los protegen de la erosión de las rocas puntiagudas o de las algas resbaladizas que juegan una mala pasada a los que osan bañarse en una cala de cantos rodados. Es el complemento de la resistencia, de los que saben que la resiliencia es el último recurso de supervivencia. Las cangrejeras permiten bañarse en las calas secretas, a veces un diminuto embarcadero, que ningún imbécil de Instagram ha convertido en viral.

Me lo decía una amiga mientras le enseñaba mi última cala secreta, aquella a la que solo va media docena de bañistas, ajenos a las multitudes, a los campamentos de mesas con sillas como si fuese un juego de salón-comedor de los años 70. Exenta de las fortificaciones que algunos se hacen para evitar el sol, con una docena de sombrillas y jaimas y telas que cuelgan. Entonces, mi amiga me dijo: «Yo también he empezado a ir a las rocas».

Dejamos de ir a es Trenc, a la cala de Deià, a Cala Varques... Abandonamos el Torrent de Pareis o Magaluf a medida que se hacían protagonistas de las postales, de la promoción turística, de las redes sociales que son las nuevas postales del siglo XXI (es para hacer un estudio de cómo ha decaído esta costumbre con la llegada de Instagram). Tras ceder el terreno, nos vamos replegando: primero a las playas menos conocidas, luego a las más secretas. Pero el maldito GPS y las fotos con localizaciones nos hurtaron la tranquilidad, así que ahora buscamos solo un pedazo de roca en un sitio intrincado, inaccesible. Mientras le mostraba la cala a mi amiga, un puñetero dron sobrevolaba nuestras cabezas. Y empezamos a lanzarle piedras.