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Hace unos años Instagram se llenó de fotos idílicas de Oia, la preciosa ciudad encalada con cúpulas azules que, junto con Fira, son el destino de millones de turistas embelesados con la idea de visitar Santorini. Fue un auténtico acoso de imágenes de influencers, llegados de todas partes del mundo para promocionar la isla griega. Por supuesto, ninguno de ellos se dignó a recorrer el magnífico yacimiento arqueológico de Akrotiri ni el estupendo Museo de la Prehistoria de Tera, donde se exhiben los famosísimos frescos minoicos que todos hemos visto en los libros de historia. Es lo que tiene el turismo actual, que va de postureo, de foto repetida hasta la saciedad, de llegar, besar el santo y largarse a por el siguiente, el que más likes nos pueda proporcionar. Y aun así no creo que Santorini pueda permitirse el lujo de despreciar a sus visitantes, porque sin ellos no solo esta isla estaría prácticamente muerta, sino todo el Archipiélago de las Cícladas, que vive del turismo como pocos lugares. He estado allí tres veces, dos en pleno apogeo estival, un mar de turistas corriendo en pos de la foto de postal, novias haciéndose el retrato nupcial, camareros sirviendo refrescos a precio de champán y cientos de tiendas que ofrecen recuerdos al visitante. La única vez que estuve en invierno el paisaje era bien diferente: desolado, como la propia geografía de la isla, que no permite más industria que esa. No hay agua por ninguna parte. Ahora las autoridades han decidido cobrar 20 euros a cada persona que quiera pisar Santorini. La mayoría los pagarán, qué duda cabe de que los vale, pero muchos elegirán otro destino instagrameable de moda. Y entonces ¿qué será de su única fuente de recursos?