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La clase obrera española ha perdido poder adquisitivo desde aquella crisis de 2008 que aún no hemos superado. Las grandes cifras hablan con descaro de subidas salariales, de recuperación, de que vamos «como un tiro», pero lo que percibimos los que vivimos a pie de calle es que en tres lustros nos hemos dejado como mínimo un tercio de nuestra capacidad económica. El maremoto pandémico, la montaña rusa inflacionaria, la alocada subida de los tipos de interés, y con ellos la hipoteca… apenas nos ha dado tiempo a aterrizar de tanto vaivén financiero. Al margen de las proclamas entusiastas de los gobiernos -a ese carro se suben todos, central, autonómicos, municipales-, los datos revelan problemas de fondo: deuda y déficit disparados. Y pocas ganas de hacerles frente porque eso significa echar el freno a esa orgía de gastos que todos los políticos -y sus apesebrados- desean. Pero, ay, detrás de cada gesto gubernamental hay un inspector europeo analizando con lupa cada euro que sale de las arcas públicas. Y aprietan, claro que aprietan, para que cumplamos. Así que, aunque no se diga en voz alta, Pedro Sánchez y sus socios preparan ya otra subida de impuestos. Por si pensábamos que esto ya no podía ir a peor. Entonces yo me pregunto, con la ingenuidad que me caracteriza, ¿qué fue de aquellos sesenta mil millones de euros que entre todos le prestamos a la banca cuando estuvo en apuros? En los países civilizados de Europa las entidades bancarias han devuelto cada euro prestado y además los intereses devengados. Lo hicieron a los pocos meses o un par de años después del cataclismo bancario. Aquí, como en realidad gobiernan ellos, corremos un tupido velo y que nosotros sigamos pagando la fiesta.