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El 9 de diciembre de 1935, el entonces exministro británico Winston Churchill y su esposa, Clementine Hozier, que mandaba casi tanto como él, salieron de un Londres gélido y húmedo en dirección al puerto de Barcelona, donde se embarcaron en el ‘Ciudad de Palma’ con destino a Mallorca. Les acompañaba su secretario personal y, metafóricamente, «el perro negro», que era como el político se refería a sus frecuentes ataques de melancolía y depresión, casi tan destructivos como los Panzers alemanes. Al genial estadista le habían hablado de los baños de sol mallorquines, que purificaban el alma, y en plena crisis internacional, con Mussolini devorando la famélica Abisinia y España a las puertas de la Guerra Civil, decidió que una semana en el hotel Formentor alejaría a todos sus demonios. O a parte de ellos. Se alojaron en la suite 222, que desde entonces lleva su nombre, y Churchill se dedicó a pintar acuarelas, escribir y fumar sus puros, tan largos como el Big Ben. Y más olorosos. Las crónicas de la época cuentan que el invierno mallorquín, que también existe, se atragantó al popular matrimonio. Llovió a cántaros y la humedad les caló hasta los huesos. No es de extrañar, entonces, que una semana después Winston y Clementine dejaran Mallorca. Se acercaba la Navidad e intuimos que la estancia isleña no fue precisamente una luna de miel para ellos, porque la mujer regresó directamente a Londres y él se marchó a un lujoso hotel del Norte de África. De Mallorca, pues, el político se fue con un cabreo de mil demonios y con el perro más negro que un ca de bestiar.