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Antes de que la ‘gota fría’ y el posterior acrónimo DANA pasaran a formar parte de nuestro vocabulario más común, simplemente llovía, y las previsiones no eran tan alarmantes como lo son ahora. Las escalas eran de lo más sencillo: «plourà», «plourà molt», «ploura fort» y «en ve una de grossa», esta última referida a un temporal con previsibles daños materiales. Siempre ha llovido y de todas las maneras, exactamente como pasa ahora. ¿Qué ha cambiado, entonces, para que ocurran tragedias enormes? ¿Tal vez la reiteración de fenómenos intensos a causa del ‘cambio climático’? Lo ignoro, pero sé cierto que por todas partes hay edificios y carreteras que hacen de dique en zonas inundables, casas e incluso infraestructuras construidas justo al lado de torrentes, y aparcamientos subterráneos parecidos a vaguadas urbanas. Muchas cosas se han hecho sin mucho miramiento, en función de una planificación rápida y de un urbanismo depredador. En Mallorca ya no se sabe por dónde te puede venir un aluvión, esa es la verdad, porque incluso hay torrentes que son mitad garrigues y mitad femers. Entiendo que los meteorólogos y los políticos quieran curarse en salud y lancen alarmas ante cualquier frente nuboso que se nos acerque. Es la lección de València, que nos devuelve a Sant Llorenç de 2018, al cámping de Biescas de 1996 y, si se quiere, a la Palma de 1403, imprudentemente construida sobre sa Riera. La tragedia del 29 de octubre nos cambiará la vida. A partir de ahora estaremos permanentemente pendientes de la alerta y, siempre, al borde de la paranoia.