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Llegó el frío y supe que se acercaba la Navidad. En Mallorca, no conocemos la nieve muy de cerca. Si dejamos de lado a los que hacen escapadas a los Pirineos, solo nos queda el pico del Puig Major, que muy de vez en cuando, aparece pintado de blanco. En ocasiones también sabemos que ha nevado en Lluc. La noticia corre como la pólvora. La gente se explica la buena nueva con cierta incredulidad, como si Lluc fuese un lugar mágico en la isla, un lugar donde el invierno puede ser de nieve, porque a la nieve le cuesta cuajar en ningún otro lugar.

La plaza Major de Palma se ha llenado de puestos donde se venden los objetos propios de la Navidad. Carme y su familia nos ofrecen la delicia de una artesanía colorista que se convierte en arte. Sus pastores, vírgenes, ángeles y animales de fango regresan un año más para alegrarnos la vida. Las figuras de n’Andreu también tienen la magia y el misterio de los auténticos belenes mallorquines, eternos y sorprendentemente nuevos a la vez. Y los demonios de Cati: todo un ejército de demonios de mil colores y formas, que nos recuerdan las creencias de todos los pueblos de la isla, donde la figura del diablo, que baila y se burla de los mortales en tantas fiestas, es primordial. Me encanta comprar algún demonio para mi colección todos los años, porque los hábitos son una maravilla que marcan el ciclo del tiempo.

Llega la Navidad y las luces de las calles nos recuerdan a quienes se fueron, dejándonos el recuerdo de muchas Navidades felices, pero también a los que aún están junto a nosotros mejorando nuestro mundo. La gente compra regalos. Es mágico abrir la caja que alguien eligió para sorprendernos. Es mágico también volver a escuchar el Cant de la Sibil·la, tomar chocolate con ensaimadas en la noche fría, abrazarse a una manta y a quienes amamos, porque el tiempo se hace corto en cuestiones de amor.