Molesta decirlo. Duele reconocerlo. Todo lo público, lo que es de todos y gestionan los políticos, está viviendo un proceso de deterioro acelerado. La educación pública vive los peores momentos de su historia. Lo demuestran los resultados del programa para la Evaluación Internacional de los Estudiantes. La sanidad pública adolece de personal, de medios, de capacidad física y emocional. Lo confirman las largas listas de espera para ser tratados por los sanitarios del lugar.
Los organismos de Justicia acumulan trámites y expedientes que llenan las salas de los juzgados. Lo certifica el tiempo de resolución de cualquier acto jurídico. Los medios de transporte público circulan sin orden ni concierto, sometidos a un descontrol aleatorio. Lo lamentan los usuarios que lo utilizaban cuando llegaban tarde a sus destinos. Los ayuntamientos gobiernan a la sazón improvisando sobre la marcha y gestionando de espaldas a la ciudadanía.
Y a mí, que me gusta buscar la solución de los problemas yendo a las causas y no a las consecuencias, se me ha metido en la cabeza que la razón de este deterioro está en la mala gestión de quienes dirigen las instituciones y los organismos públicos. Los que toman las decisiones que afectan a la ciudadanía. Quienes un día asumieron el mando que les había confiado la población que los votó en unas urnas. Los políticos locales, autonómicos y nacionales son los responsables de que la res publica viva este deterioro progresivo. Incapaces, incompetentes, inoperantes, ineficaces y todos los in que se te ocurran, caracterizan a una generación pésima de políticos que utilizan el poder con ánimo de lucro. Sirva para prueba un ejemplo de nivel: Pregunta a los políticos de Cort, del Consell o del Govern cuántos libros han leído a lo largo de este año y saca tus propias consecuencias.
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