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Tenía el rostro surcado por la viruela -aunque más que surcos eran cráteres-, así que lo apodaron ‘cara de piña’. Pero al astuto general Manuel Antonio Noriega, amo y señor de Panamá en los años ochenta, poco le importaba su aspecto porque era Dios. Nadie osaba contradecirle y durante años fue un fiel colaborador de la CIA, que ponía y quitaba dictadores a su antojo en aquel continente. El problema es que ‘cara de piña’ se pasó de listo: empezó a coquetear con los comunistas y se alió con Pablo Escobar, que era el mismísimo demonio. Además del narco más poderoso del mundo. Los yankis, que le habían perdonado sus pequeños pecadillos (asesinatos, violaciones, blanqueo de fortunas o tráfico de armas), le declararon la guerra. El 20 de diciembre de 1989, el presidente George H.W. Bush ordenó la invasión de Panamá y la caza del dictador, que se refugió en la embajada del Vaticano. Desde allí les hizo un corte de manga a los gringos, que no sabían como sacarlo. El general era de gustos refinados y un amante de la música clásica, así que colocaron unos monstruosos altavoces frente a la Nunciatura y comenzó a sonar rock a todo volumen, día y noche. Jimmy Hendrix, Jim Morrison o AC/DC. Al décimo día, sus anfitriones vaticanos, sordos como tapias por el holocausto acústico, le animaron a salir. Y nada más pisar la calle, el aturdido general fue apresado por los marines. Hoy en día, todo sería más rápido. En lugar de rock, utilizarían reguetón. Y el pobre ‘cara de piña’ duraría una hora con el nuncio apostólico: «Yo me entrego, caballeros, que esto no hay Dios que lo aguante».