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El pasado seis de diciembre, Ursula Von der Leyen, la presidenta de la Comisión Europea, se presentó en Montevideo, donde se iban a reunir los presidentes de los países que integran el Mercosur (Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay), y firmó el tratado de libre comercio entre los dos bloques, que da lugar a un área sin aranceles, con 700 millones de habitantes, la mayor del mundo. Hasta el último momento no se sabía si el tratado se llegaría a firmar porque Von de Leyen no tenía clara la postura europea. De hecho, cerrado el acuerdo, hoy nadie sabe si se llegará a poner en marcha, porque la potencia firmante es más bien un caos y ya desde París se ha confirmado su oposición.

Es la segunda vez que Europa firma este mismo tratado, en una demostración de lo poco que le cuesta llegar a acuerdos. En 2019, las partes habían cerrado otro tratado prácticamente como este, el acuerdo de París, pero inmediatamente después el patio de colegio que es Europa empezó a cuestionar lo firmado por sus propios representantes, ampliando sus demandas hasta que se bloqueó todo. Muchas de las exigencias incorporadas en una adenda de 2021 eran asuntos ambientales que obligaban a Latinoamérica, entre otras cosas, a no usar productos agrícolas contaminantes que, curiosamente, compra a Europa que es quien los fabrica. Por cinismo que no quede. Tan bobas eran esas nuevas exigencias que ahora Europa se desdice de todo y retorna al texto de 2019, una vez se han perdido cinco años.

Los interlocutores americanos tienen lo suyo –Milei, Bolsonaro o los Kirchner fueron contrapartes, lo que nos permite situarnos– pero a diferencia de Europa no se califican a sí mismos de potencia, por lo que su inoperancia no es tan pretenciosa como la nuestra. Europa vive ahogada en su propio palabrerío. Ejemplo: todos los países del mundo siempre firmaron tratados comerciales entre ellos, pero Europa ya no lo hace porque eso sería criticable por mercantilista. Entonces Europa lo lía todo firmando un tratado con una vertiente comercial –la única que de verdad le importa– a la que añade dos tratados más, uno de «cooperación y diálogo político reforzado» y otro de derechos humanos, capaces de tranquilizar las conciencias de los papanatas europeos, siempre preocupados por el qué dirán.     

Pero la llegada de nuevo de Donald Trump al poder asustó a Bruselas y entonces, súbitamente, renunció a todas las memeces añadidas al tratado desde 2019 y firmó. Tiempo ha faltado para que surgiera un bloque para impedir la ratificación, encabezado por Francia, Irlanda, Austria y Polonia, que como mínimo volverá a retrasarlo todo.

En sustancia, el tratado beneficia ampliamente a Europa. Porque no es un tratado más de libre comercio sino que es uno de los pocos realmente importantes dado que el Mercosur, 200 millones de consumidores, no tiene ningún otro acuerdo de libre comercio. Todo lo que importa en la actualidad paga elevados aranceles, de modo que los productos industriales europeos disfrutarían de una ventaja de entre el 15 al 35 por ciento de rebaja, cuando nadie más goza de ese beneficio. En otras regiones, los tratados de libre comercio suponen entrar, pero después hay que competir con rivales como China, Estados Unidos o Japón, porque también tienen las mismas condiciones. En este caso, el único tratado similar del Mercosur es con Israel, irrelevante al lado de Europa.

Es decir que ni siquiera somos capaces de aprovecharnos de la gran ventaja para competir que tenemos delante, con unos interlocutores que se sienten hijos de Europa, que nos prefieren, y que si están comprando a China es a regañadientes y porque nosotros no somos capaces de ponernos de acuerdo. Sólo nos piden exportar su producción agrícola, lo cual genera nuestra hostilidad.

Vean la pena que damos: llevamos veinticinco años negociando un tratado con una contraparte que anhela llegar a acuerdos con nosotros, incluso aunque les perjudique como es este caso porque a ellos se les abren puertas mucho más pequeñas que a Europa. En el tiempo en que China firma diez tratados, nosotros ni siquiera hemos definido del todo la postura europea; enviamos a Von der Leyen a firmar pero al mismo tiempo ya la hemos desautorizado anunciando el bloqueo; llenamos los papeles de tonterías que nos tranquilizan la conciencia y que no sirven más que para enredar y hacer demagogia. Usted pensará que este ridículo lo hacemos ante Argentina, que tampoco está para dar ejemplo, pero no es verdad: lo hacemos ante el mundo y ante nosotros mismos.

Esa es Europa, incapaz de saber qué quiere, ahogada en su propia hojarasca. La decadencia, desde luego, no se puede disimular.