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Ni los más ardientes afectos al régimen pudieron siquiera imaginar que cincuenta años después de su incruento fallecimiento –en la cama de un hospital público– Francisco Franco mantuviera semejantes cuotas de protagonismo en la vida política española.

No hay precedente alguno de conmemoración semejante, aunque sea para ciscarse en su memoria, como es el caso. A ningún jefe de Gobierno español se le ocurrió jamás celebrar el fallecimiento de su supuesta ‘bestia negra’ política, y menos cincuenta años después del suceso. No imagino a Adolfo Suárez celebrando el óbito del dictador Miguel Primo de Rivera, ocurrido en 1930, ni a don Práxedes Mateo Sagasta, presidente liberal del Consejo de Ministros, celebrando en 1883 la muerte del ominoso Fernando VII cinco décadas atrás. Simplemente, los gobiernos de España tenían cosas mucho más urgentes en que ocupar sus afanes y políticas.

Claro que ninguno de los citados tenía a la esposa, al hermano, al fiscal general, al hombre de confianza de su partido o al otrora vicepresidente imputados por graves delitos y, por tanto, no tenían necesidad alguna de crear gigantescas cortinas de humo para dividir artificialmente a la sociedad y encubrir la apestosa podredumbre propia de los políticos mendaces y corruptos.

La fijación de Pedro Sánchez –que contaba tres años de edad en 1975– con Franco responde a razones que únicamente Sigmund Freud podría explicar con solidez psicoanalítica. Aun así, le aprecio una recia lógica política, más allá de la evidencia del uso y abuso del monigote del dictador por parte del actual presidente del Gobierno para ganar desinformados adeptos.

Sánchez y Franco comparten un rasgo político esencial, su extremo oportunismo. El paralelismo no es baladí. Franco accede a la jefatura del Estado en octubre de 1936 tras el inopinado fallecimiento de los más relevantes promotores del alzamiento y de otros prestigiosos militares o políticos que pudieran haberle hecho sombra: Sanjurjo, Mola, Fanjul, Goded, o el líder de Falange, José Antonio Primo de Rivera, asesinado por la República y convertido en fetiche del Estado nacional. Pero el oportunismo de Franco –que sus acólitos denominaban baraka– no se constriñó a sus eventuales competidores, sino que continuó durante la Guerra Civil –con el decisivo apoyo de las potencias del Eje– y, tras ello, con el crucial y soterrado auxilio del Gobierno británico, especialmente de Churchill, tan anticomunista como el propio dictador, que le permitió capear los vetos más o menos sinceros de otras potencias aliadas, como los EEUU o la Unión Soviética. Franco pactaba con quien fuera necesario para amarrar el poder. ¿A que todo eso les suena actual? En una España empobrecida por la fallida autarquía de posguerra, Franco tuvo la suerte de cara y supo aprovecharla firmando acuerdos con la primera potencia mundial y presidiendo gobiernos aperturistas en lo económico –y, muy tímidamente, en lo político– que transformaron la sociedad española, algo que posibilitó, sin duda, el advenimiento, tras su muerte, de la democracia. De esto último, hablaremos otro día.

Franco llegó supuestamente al poder «por la Gracia de Dios» y resucita en 2025 por la gracia de Pedro Sánchez. No sé si el propio Sánchez percibe diferencia alguna.