En estas convivencias obligadas, las discusiones se multiplican. Quienes tienen que compartir por fuerza zonas comunes (baño, cocina y salón) pelean por el espacio disponible en la nevera y por el turno en un baño compartido entre no se sabe cuántos. De repente, alguien regresa a casa (reducida a cuatro paredes en el sentido literal de la expresión) y encuentra sus enseres en el rellano. Los compañeros de piso han decidido que no le aguantan e incluso han cambiado la cerradura. Se queda en la calle, solo, en este mundo que puede ser complicado y triste. A veces no es una única persona quien ocupa la habitación, sino una familia entera. Son situaciones penosas de hacinamiento. Eso supone más crispación, cero intimidad y toneladas de miedo.
Recuerdo una canción lejana. Explicaba la historia de dos enamorados que vivían en una casita de papel. Hoy en día, la gente vive en caravanas. Esos coches con ruedas parecen imágenes de series americanas, hasta que nos lo encontramos en Mallorca. La gente vive en diez metros cuadrados. Instagram nos enseña con precisión numerosos vídeos de formas casi imposibles de habilitar esos pocos metros para intentar sobrevivir en ellos (vivir es otra cosa). La gente alquila un balcón en verano para dormir ahí, en un colchón o un saco. Tiene derecho a las zonas comunes. Al menos puede ir al lavabo.
Vivir se ha convertido en una aventura casi extrema. Las ciudades pueden ser una selva. Somos muchos, en definitiva, y el espacio es limitado. Una isla da para lo que da. No queremos que destruyan Mallorca, pero el hacinamiento es una forma de destruir a los lugares y a las personas.
Sin comentarios
Para comentar es necesario estar registrado en Ultima Hora
De momento no hay comentarios.