Entonces comprendo el refrán que preconiza acercarse al sol que más calienta, en el sentido de aprovechar los momentos soleados y buscar lugares donde uno pueda sentirse más cálido y a gusto. Entonces, los músculos se desentumecen y hasta los huesos se calientan y dejan de estar yertos de frío hasta la médula. En ese preciso instante comprendo a los viejos que se sientan a sol en un banco de piedra, con la boina calada, sujetando un bastón, a lo mejor con una colilla en la comisura de los labios, o con alguna que otra palabra amable que apenas se entiende por la cerrazón del acento, como he visto más arriba, frente al monasterio de Siresa, en Huesca, o en la bonita, intocada ciudad de Ansó, donde todo es de piedra, la calzada, las casas, los tejados, todo menos el traje tradicional que consta de múltiples prendas y refajos, mantillas, sombreros y demás, sin duda para guarecerse del frío invernal.
Podría haber escrito infernal, porque no está demostrado que en el infierno haya fuego, también podría haber hielo, o ese témpano invisible que cae sobre las montañas con la oscuridad de la noche. Si el amor es calor, el cielo debe de estar calentito, y en cambio el infierno podría estar helado, de pura ausencia de amor. Creo que fue Sebastià Taltavull, el obispo de Mallorca, quien me dijo una vez que el infierno era simplemente ausencia de Dios, que es lo más frío que se puede imaginar, y hasta lo más nostálgico: «Ausencia de amor».
La pregunta que se me ocurre queda ya contestada: ¿Por qué los viejos buscan el «amor» del sol? Pues por eso, por pura soledad, nostalgia de amor. Incluso las otras explicaciones, las científicas, me parecen frías.
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