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Dicen que a partir de hoy empieza la cuesta de enero, esa en la que las familias afrontan la realidad de una economía doméstica que hasta ahora iba dopada con las luces de Navidad, con la paga extraordinaria esquilmada por los regalos y las cenas de celebración. El espejismo se disipa en cuanto se abren los regalos de los Reyes y aparece la cruda realidad: ya está aquí la cuesta de enero. Que más bien es la subida al Angliru que deja sin resuello a los ciclistas de la Vuelta a España. La escalada al Everest del currela que se ha gastado incluso lo que creía que le iba a tocar por el sorteo del Niño, ya que el Gordo de Navidad le fue esquivo. Aquí viene una aclaración: tampoco ha venido esta vez la Lotería a sanear las cuentas.

Toca afrontar la realidad una vez que se apagan las luces del árbol. Con una pendiente imposible de salvar, los gastos de la tarjeta llaman a la puerta, como lo hace también la subida del IVA, el encarecimiento de los alimentos, la subida de los costes de bares y restaurantes. Salir a tomar algo (ya ni se nos ocurre plantearnos lo de una cena en familia) se ha convertido en una proeza o una temeridad. Toca recogerse en casa. La cuesta de enero, en realidad, es una falacia. Todavía algunos se están recuperando de los gastos de la vuelta al cole, que se encadenan con el pico de impuestos y gastos varios que nos apedrean en noviembre, que se junta con los desmanes de la Navidad, y ya de paso con la Semana Santa y, oh Dios mío, por ahí vienen las vacaciones de verano. Al final, todo el año es una cuesta insoportable para las familias que viven de sus nóminas. Y el cinturón ya no tiene más agujeros para apretárselo solo un poco más.