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EMILIO LÓPEZ VERDÚ
A las 17.30 horas del jueves, el polígono de Can Valero se convirtió en un infierno. Vientos de más de 100 kilómetros por hora arrasaron naves industriales, levantando techos de uralita y chapas de metal. Algunos láminas de aluminio aparecieron a más de 500 metros de distancia del lugar en el que fueron arrancadas, retorcidas y empotradas contra farolas, árboles o cables eléctricos.

A la hora de la tempestad, la mayoría de las empresas ya estaban vacías y la tromba sólo causó en ellas daños materiales. Pero también hubo heridos. En una de las naves, los desprendimientos del techo provocaron cortes y fracturas a seis personas.

Peor parado resultó Ricardo, natural de Valladolid y empleado en la empresa de carpintería de aluminio Pratum. Él y su compañero Martín eran los únicos trabajadores que estaban dentro de la nave cuando se desató la tempestad.

«Decidimos cerrar la puerta viendo lo que llegaba. El viento comenzó a soplar muy fuerte, y la puerta se hinchaba. Parecía que iba a reventar», comentaba ayer Ricardo.

«Recuerdo que iba a apuntalar la puerta con unos hierros pero no me dio tiempo. El viento la arrancó de cuajo y yo, que peso casi cien kilos, salí volando unos diez metros hacia atrás. Me levantó sobre un banco y acabé en la pared del fondo de la nave. Parece mentira, pero la puerta de hierro de la nave salió volando por el techo y desapareció», recordaba Ricardo, aún incrédulo.

«Nunca me pude llegar a imaginar que el viento tuviese una fuerza tan grande como para hacer lo que hizo. Movió máquinas de mil kilos y barras de hierro como si fueran palillos que tiras al aire. En la calle, los coches se movían de un lado a otro y volcaban. Es increíble. Increíble», sentencia.

En esos momentos de terror, el trabajador se acurrucó en un rincón. «Parece mentira, pero incluso cuando crees que no hay un sitio para resguardarte, lo encuentras. Notaba golpes por la cabeza, cortes por todas partes», comentaba. Pero el viento no era el único problema que sufría Ricardo.

«La tormenta no cortó la corriente. La luz seguía encendida, y los cables salieron al descubierto y empezaron a saltar chispas por todo».
Después de diez minutos interminables, Ricardo comenzó a gritar a su compañero Martín para saber si se encontraba bien. «No me respondía y yo me preocupé. En esos momento no me daba cuenta de las heridas que tenía y empecé a moverme por la nave». recordaba.