Independientemente de hipotéticos beneficios salutíferos y la satisfacción gastronómica que pueden depararnos los caracoles, su consumo en nuestra isla está arraigado desde épocas bien remotas. En los yacimientos arqueológicos isleños son frecuentes los hallazgos de acumulaciones de sus cáscaras, junto con huesos de otros animales, denotando consumos masivos por parte de la población de la época. Esto supone una actividad de recolección selectiva de estos gasterópodos, llegándose a especular si existió una rudimentaria práctica de su cría con vistas al consumo humano, en el cual tenían un papel ocasional pero no desdeñable.
Quienes sí los criaron con destino a sus mesas fueron los romanos, de los cuales constan actividades en ese sentido desde mediados del siglo I de nuestra era. Ese interés culinario de la cocina romana imperial, queda reflejado en el tratado titulado De re coquinaria atribuido a un hipotético Marco Gavio Apicio, situado entre los siglos II y III de nuestra era. Sus páginas proponen cuatro maneras de prepararlos, dos de las cuales determinan asarlos y otras dos guisarlos con leche. No deja de resultar significativo que ese mismo ingrediente, tan ajeno a las preparaciones caracoleras actuales, siga participando, aunque mínimamente, en las recetas mallorquinas de fines del setecientos. Interviene en concreto en una curiosa fórmula de caragols farcits, remojando el pan destinado a proporcionar esponjosidad y trabazón a su farsa.
De su consumo regular en los siglos medievales tenemos algunas escuetas noticias locales, aunque desafortunadamente no detallan ingredientes ni maniobras culinarias para prepararlos. Solo una de sus menciones precisa, sin más detalles, que eran al caliu. No figura receta alguna para aderezarlos en libros de cocina medieval y renacentista. En cambio, son incluidos en un banquete ofrecido por la municipalidad felanitxera al virrey valenciano de Mallorca Lluís Vich i Manrique en 1585, asegurando su aprecio en mesas incluidas entre las más selectas de la Isla.
Tendrán una presencia tardía en los manuales culinarios al uso, siguiendo una línea ascendente hasta alcanzar el comienzo del siglo XX, momento desde el cual su incidencia comienza a disminuir progresivamente. En el Nou manual de cuinar amb tota perfecció, editado en torno al 1830, su proporción se sitúa alrededor del dos o dos y medio por ciento. A partir de esos años quedan relegados a una cocina popular y festiva, que recurre a su concurso solo para celebraciones domésticas de carácter sencillo y familiar.
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