Interior de Ca’n Marrón.

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El local donde se ubica Ca’n Marrón, un edificio del siglo XVII en el centro de Inca, no destaca por su aspecto exterior. Su discreta puerta de acceso y un interior con fudres antiguos, mesas y sillas sencillas, paredes que reflejan el paso del tiempo y suelos de piedra y cemento, trasladan este celler a una época pretérita. Nada de lo que hay aquí es moderno, ni obedece a las reglas del diseño. Pero, afortunadamente, este mesón mantiene incólume el espíritu de una cocina tradicional paulatinamente en desaparición. Venir aquí es hacer una inmersión por la historia del lugar, la del antiguo Ca’s Pagés donde vendían vino y donde medio siglo atrás, la matriarca de la familia Llompart-Saurina, propietaria del negocio, empezó a dar de comer a algunos clientes un plato de lo que preparaba para los suyos. Los actuales propietarios, que se hicieron con el negocio en agosto de 2007, han sabido mantener con fidelidad las esencias de una cocina tradicional por las que es tan apreciado este mesón. Comida de calidad, elaborada con dedicación y cariño, sobria en su presentación, y con el deseado equilibrio de precio ajustado y atención sencilla y familiar, como recuerdan en su declaración de principios.

Ca’n Marrón es un celler de buenas dimensiones, con mesas bien separadas y un agradable patio, ideal en el buen tiempo. Aquí se viene a disfrutar de platos clásicos que nunca defraudan: frito de matanza o de sepia, caracoles, berenjenas y calamares rellenos, lengua con alcaparras, lechona al horno con patatas o la atractiva pierna de cordero deshuesada rellena con sobrasada, uno de los estelares de la casa. Cocina tradicional bien trabajada.

Para nuestro almuerzo, quisimos hacer una elección muy clásica: unas excelentes sopas    mallorquinas, que tenían la adecuada cantidad de pan, bien impregnadas del caldo de la verdura y con un muy agradable toque picante (10,5 euros). Compartimos unos callos, algo líquidos, pero plenos de sabor (12 euros), y un magnífico bacalao con tomate, con patatas y calabacín, de melosas lascas que potenciaban la textura de este pescado, sublime cuando está bien hecho (20,5 euros). Dejamos para mejor ocasión el bacalao con salsa de boletus que ofrecían ese día.

Pero, sin duda, la estrella del almuerzo    fueron las manitas de cerdo –peus de porc– rellenas de carne picada, calabacín, berenjena, pimiento verde y rojo, perejil y piñones (18,5 euros) Una ración más que generosa, impresionante de sabor, que transportaba a los tiempos de la cocina reposada de las abuelas. Gran plato, ideal para compartir y disfrutar, sólo por el cual merece la pena venir a este celler.

Conviene dejar un hueco para los postres: greixonera de brossat, tarta de queso, gató, o un delicioso helado de requesón con confitura de higos secos que, aunque no estaba hecho en la casa, resultó idóneo para contrarrestar la rotundidad de los platos principales (6 euros).

Ninguna sofisticación en la puesta en escena. Manteles y servilletas de papel, copas discretas y servicio eficiente y de buen criterio a la hora de aconsejar. Carta de vinos, la mayoría mallorquines, a un precio muy razonable. El de la casa, un buen Mont Farrutx de Miquel Oliver, joven, ligero, buen acompañante para estos platos.

Ca’n Marrón es uno de esos representantes de la cocina tradicional mallorquina que habría que preservar. No son excesivos los que quedan. Un clásico de Inca, como Can Amer, tuvo que abandonar su sede tradicional, aunque ahora se ha reinventado en una nave industrial del polígono de Lloseta. Esperemos que Ca’n Marrón se mantenga por mucho tiempo. Buena relación calidad precio. Es complicado encontrar aparcamiento en los alrededores. El parking del mercado es la opción más conveniente.