Un voluntario, en la sala de prensa de Roland Garros.

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Desde hace veinte años, los voluntarios tienen siempre un capítulo reservado en esta sección, un monográfico para agradecerles algunas cosas (su paciencia) y recordar otras que, a excepción de Tokio, forman parte de la historia de este colectivo tan necesario como en ocasiones incomprendido. Y en muchas de ellas, desinformado. En el sentido de que les dejan tan 'vendidos', que algunas veces ni saben lo que decirte ni conocen al 100 % su cometido.

Han vuelto los clásicos que te dirigen en una dirección cuando realmente es la contraria. O los que no saben inglés. Y alguno que quiere hacer saber que habla castellano, pero no se le entiende nada, aunque ocasionalmente se les escapa alguna expresión casi de culebrón venezolano. Eso sí, buena fe les sobra. Por no hablar de paciencia para discutir o aguantar a periodistas, entrenadores, técnicos, federativos, espectadores y demás fauna que blasfema en su idioma materno ante sus incrédulas miradas. Sin ellos no sería lo mismo, aunque no creo que el colectivo piense lo mismo.

El transporte (olímpico) podría tener un espacio permanente. No ha día sin que sufras una incidencia o te cuenten alguna anécdota que te hace preguntarte muchas cosas cuando subes a un autobús. La primera, si va al lugar que quieres. Otra, si llegará a tiempo; y la más recurrente, si el conductor se perderá o no. En mi caso, dos viajes hasta Roland Garros y otras tantas veces entrando por una calle equivocada y liándola con los controles de policía.