El stand del polémico café de una de las sedes de competición. | F.F.

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La dieta estándar de un periodista de rango raso durante unos Juegos Olímpicos es la peor pesadilla de un endocrino. Un rompecabezas imposible de resolver por cualquier nutricionista. Una aventura por encontrar un momento, un lugar y algo en condiciones -y a qué precios en ocasiones- que echarse a la boca. La carga en el supermercado de turno, en mi caso una tienda oriental en la calle en la me alojo, dibuja la cesta de la compra básica para tirar durante todo un día de viajes en metro, RER, autobús, caminatas o tranvía. Barritas, galletas, snacks... cosas ligeras y que abulten poco.

Porque una vez en los centros de prensa, si algo genera unanimidad en el café. Pero por malo. O le echas mucho azúcar o eso no hay quien se lo beba. Agenciarse un bar o un puesto fuera del MPC -Centro Internacional de Prensa- o en las estaciones de transporte se ha convertido en una operación logística para arrancar el día y ahorrarte unos euros. Un reto.

Luego llega la hora de comer. A la cena ya llegaremos si toca. Sandwiches, microensaladas, algunas veces algo de pasta... el menú no motiva y ahí aparece la gran tentación: restaurantes de comida rápida como el ubicado en un rinconcito de Porte Maillot. Un salvavidas de 7 de la mañana a 2 de la madrugada.