El cantante Raphael convenció el pasado fin de semana a un público
entregado ante su canción teatralizada. No en vano, unos días antes
de sus dos conciertos en el Auditòrium, el artista aseguró que «doy
a la gente lo que me pide, pequeñas comedias cotidianas
concentradas en cinco minutos». Raphael estuvo acertado en sus
interpretaciones, rozando la caricatura de su propio estilo pero
sin llegar a ella, alardeando de una potente voz amplificada.
Las dos veladas fueron casi una fiesta privada para sus
acólitos. El mismo cantante prohibió que le hicieran fotos en plena
actuación: los que no estuvieron allí no han podido disfrutar de su
imagen actual, un pelín diferente a la que utiliza en el cartel
promocional de su gira. Llegó, se dejó querer por sus fans, y les
dió una generosa ración de teatro musical, pasitos de baile
incluidos. Gritos de ¡torero! retumbaron por el Auditòrium,
mientras una banda absolutamente aburrida y mediocre interpretaba
un tema detrás de otro, sacando de sus instrumentos un sonido
pobre, falto de energía y motivación: música ultraligera al
servicio del primer astro de la música pop española, quién, pese a
su esforzado disimulo, no está pasando por su mejor momento: «Yo
soy aquel».
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