Lo primero que Irene Vallejo dice al comenzar la entrevista es lo curioso que le parece cómo algunos rasgos de la personalidad se resaltan al hablar una lengua u otra o, incluso, al cambiar de acento dentro de un mismo idioma. Su atención al lenguaje y sus formas queda patente. La autora de El infinito en un junco, que recientemente ha sido adaptado a cómic, protagoniza el jueves 5 de septiembre en el Teatre Principal de Palma el coloquio La memoria de las palabras: viajes y migraciones literarias, junto a Anne Plantagenet, escritora y traductora que pasó el ensayo de la zaragozana al francés. El acto, coorganizado por el Club Ultima Hora-Valores y el Cercle d’Economia de Mallorca, estará moderado por el escritor Francisco de Asís Maura, cuenta con aforo completo y será seguido de una firma de libros por parte de la autora el viernes 6 en la librería La Biblioteca de Babel, de 17.30 a 20.00 horas.
¿Hay una verdad perenne en la necesidad de volver al origen?
—El viaje al origen descubre verdades, prejuicios, mentiras, equivocaciones. Lo interesante para mí de los clásicos, por ejemplo, que siempre han sido mi fascinación desde que antes de dormir mi madre me leía los mitos y leyendas griegos, es ese diálogo. La capacidad de vernos a nosotros mismos en una perspectiva larga con todos los pasos y transformaciones y caminos, rutas y desvíos que nos han llevado a ser quienes somos. No es que crea que los clásicos sean más sabios que nosotros, sino que tienen también lados oscuros y lo destaco en mis libros como la esclavitud, el imperialismo, cómo trataban a las mujeres, etcétera, pero me interesa ese diálogo y cómo repasando sus ideas nos podemos sentir interpelados.
¿Qué pregunta le intrigó y movió a escribir El infinito en un junco?
—Hubo una cuestión muy presente durante mis investigaciones académicas y cuando empecé el libro que es la pregunta por las mujeres escritoras, oradoras y poetas. Qué relación tuvo la mujer con la palabra escrita desde la invención de los primeros sistemas de escritura y por qué en mis años de estudio nadie me había nombrado figuras importantes de mujeres con la excepción de Safo. Dónde estaban las mujeres y cuál era su relación con la palabra.
Se decía que si la mujer no aparece en la historiografía es porque no llegó a posiciones de relevancia, ¿este prejuicio está cayendo?
—Sí y se está haciendo una gran labor desde muchos frentes, como la universidad, editoriales o el periodismo por sacar a la luz estas figuras que han estado orilladas, ocultas y desatendidas. Estas mujeres existieron y el enciclopedismo de la época conocía sus nombres, pero no fueron bastante valoradas. No creo que fuera algo decidido, sino que los prejuicios de la época hizo que no se las tuviera en cuenta, y la pérdida es enorme.
¿Qué ejemplos tiene de mujeres que no han sido tenidas en cuenta?
—Por ejemplo, fue una enorme revelación el personaje de Enheduanna, autora del primer texto firmado de la historia. Es la primera persona que pasa del anonimato al yo explícito y tenemos muchos datos de ella porque dejó huella en su momento, pero casi nadie sabe de ella y hemos decidido que Homero sea el principio de la literatura cuando no sabemos nada de él, ni siquiera si existió o no, es un fantasma. Tenemos un personaje mucho más antiguo que habla en primera persona del acto creativo y no se lo considera digno de estar en manuales de historia. Por eso es importante dar pasos atrás y recuperar preguntas, porque descubrimos cosas como que los escribas, que siempre se han planteado como hombres, en realidad no sabemos si eran también mujeres porque hay evidencia de ellos. Esto responde al prejuicio de que la literatura y el arte era un mundo masculino, pero las mujeres siempre han estado ahí.
¿Por qué es importante llevar a cabo la labor que describe?
—Rescatar, leer y estudiar a estas mujeres da una imagen fidedigna del pasado. Es importante la reivindicación de las mujeres de la oralidad, aquellas que no pudieron leer ni escribir, pero son transmisoras de relatos, tradiciones, memoria. Por ello en El infinito en un junco hablo de las metáforas textiles, como el hilo de un discurso, nudo y desenlace, bordar un texto, etcétera. Incluso en Twitter, o X ahora, se habla de hilos. Son expresiones muy consistentes en otros idiomas y es obvia la comparación entre tejido y texto, texto y textil. Mi hipótesis es que esto surge de los orígenes más remotos de la narración cuando las mujeres se reunían para trabajar y tejer juntas, tarea que siempre ha sido femenina, y se contaban historias al hacerlo; así la metáfora salta de la mano a la boca y por eso hay todo un universo extendido de estas expresiones. Creo que es un fósil que permite entender el papel de la mujer en la oralidad y, de hecho, si hablamos de lengua materna es porque es la que enseñaba la madre.
¿No le parece curioso cómo en lenguas tan dispares hay palabras que remiten a un pasado común?
—Sí, me llama mucho la atención ese sustrato compartido que permite que la traducción sea posible. Tenemos una imagen del mundo antiguo en la que se formaban las principales familias de lenguas aisladamente, pero creo que tuvieron muchos más contactos de los que sabemos. Ideas de ida y vuelta de personas que viajaban y con ellos viajaban las palabras. El mundo ha estado mucho más conectado de lo que pensamos. Tenemos un empeño, ya desde muy antiguo, a dar importancia excesiva a las diferencias, subrayando lo que nos separa y lo conflictivo, en lugar de lo que permite encuentros o uniones.
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