El autor de 'Ordesa' y 'Alegría' acaba de publicar 'El mejor libro del mundo' (Destino). | Teresa Ayuga

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Manuel Vilas (Barbastro, Huesca, 1962) recuerda que hacía 25 años que no pisaba Magaluf. Eran finales de los 90, pero, asegura, ya existía el balconing, un acto que define como de «desesperación turística». «Creo que el turista no puede soportar tanta belleza, como si padeciera el síndrome de Stendhal. Es un acto extremo que se debe a que se ha encontrado con una idea del paraíso que le supera y, en consecuencia, tiene esa reacción tan salvaje, irracional», detalla el autor de las celebradas Ordesa y Alegría, esta última finalista del Planeta 2019, y, más recientemente, de El mejor libro del mundo (Destino). De hecho, en este título, avisa, también hay un balconing, aunque es más «tradicional», porque el protagonista se arroja desde «un sitio con tradición».

En este sentido, Vilas sentencia que el balconing «es un fenómeno sociológico complejo que me interesa mucho, porque es síntoma de que algo ocurre». Un fenómeno que está asociado al alcohol, aunque Vilas, que ahonda en el alcoholismo en su obra, insiste en que está vinculado con la belleza. «Hace falta un nivel de desesperación importante para hacer balconing. Cuando yo bebía, y mira que bebía, nunca se me pasó por la cabeza hacer algo así», bromea.

En cualquier caso, el escritor cuenta que El mejor libro del mundo es una «novela autobiográfica escrita con los 60 años cumplidos», en la que hace balance del oficio de escritor, aunque «cualquier lector podrá sentirse identificado». «Tuve una excelentísima relación con el número 5 hasta que el 19 de julio de 2022 me cayó el número 6 y tuve una crisis espantosa. La cincuentena es una cosa maravillosa, te das cuenta de que lo que te hacía sufrir con 20 o 30 era ridículo y estúpido. Entonces cumples 50 y te preguntas por qué sufriste tanto, pero tienes un futuro para poner en marcha ese aprendizaje. Con 60 no ves tanto futuro, es una edad en la que hay más certeza del pasado que de futuro», razona. En consecuencia, define este título como un «antitelediario, porque es todo lo que no dice el telediario, que establece la normalidad para el ciudadano, que ve esa composición social con una estructura fija y racional; pero de repente existe la muerte, que es un misterio». «Yo trato todo eso, pero desde la comedia; es un libro muy cómico», aclara.

Y, con todo, el autor confiesa que no se lleva bien con la muerte. «Soy un gran vitalista. Ahora estamos aquí, en este hotel con vistas al mar, y ¿por qué no podemos gozar de esto 120 años en vez de 80? No me quiero ir al cementerio, pero es normal; lo normal es querer vivir siempre, aunque la eternidad, en cierto modo, también puede ser un coñazo», razona.

El hecho de ver cercana la muerte, confiesa, contribuye a la falta de «filtro». «El mejor libro del mundo es salvaje. No solo el escritor, en cualquier otra profesión tienes que hablar con las tripas y a calzón quitado. Llega una edad en la que te lo puedes permitir. Por eso aquí hablo de política española o de disfunción eréctil, que es un tema importantísimo, aunque ningún escritor español habla de ello», añade.

Salvaje

En cuanto al oficio de escritor que retrata en el libro, Vilas apunta que «el escritor discreto casi no existe». La cuestión es, ¿un escritor puede permitirse el lujo de no destacar, de no llamar la atención? «En España, no, pero en Estados Unidos hay un fenómeno diferente, sobre todo con Thomas Pynchon, a quien personalmente conoce su agente y poco más, y Salinger. Esto solo puede ocurrir en un país de 340 millones de habitantes y 70 mil dólares de renta per cápita. Si eres un escritor español, publicas un libro y no haces promoción puedes acabar debajo de un puente. ¿Por qué Pynchon no da entrevistas y aún así vende tanto? Porque se lo puede permitir. Si Pynchon viviera en España tendría que dar entrevistas a todo el mundo e incluso saldría en el programa de Pablo Motos o Broncano», compara.

Así las cosas, Vilas comparte «todo lo que los escritores no dicen». «Tenemos una imagen del escritor como un hombre o una mujer de prestigio, un faro moral o social, algo que me parece bien, porque los escritores son gente independiente, pero tienen una cara noble y otra cómica, la ‘cara b’. Por ejemplo, Jesús Trueba me contó que Javier Marías, cuando entraba en una librería, siempre iba a mirar si estaban sus obras. Y que si no las tenían todas, se lo decía al librero y se iba. Eso nunca te lo confesará un escritor, no te reconocerá esa dependencia emocional que tiene hacia los lectores. El rechazo de un lector conlleva una depresión terrible, pero cuando otro viene y te dice que tu libro le ha cambiado la vida, tú levitas», explica.

Y, sin embargo, afirma que «ningún escritor actual dirá que le importa pasar a la posteridad, lo que le importa es que mientras esté vivo presencie grandes triunfos de la literatura, como el que existan en todas las lenguas adjetivos como quijotesco, dantesco o kakfiano». «El mejor libro del mundo está escrito contra la solemnidad, que no soporto porque la encuentro aburridísima y la superstición», concluye.