El escritor Fernando Aramburu, en Palma. | Jaume Morey

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Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) puso punto y final este miércoles en Can Tàpera a la tercera edición de Sa Nostra Conversa, el ciclo de encuentros de pensamiento crítico que impulsa la Fundació Sa Nostra y Tres Serveis Culturals. El autor de Patria, que ha estado acompañado por José Ángel González Sainz, participará este jueves por la tarde en el club de lectura de Aina Vallès, en la Biblioteca de Cultura Artesana de La Misericòrdia, con motivo de la publicación de su nueva novela: El niño (Tusquets, 2024).

Han pasado algunos años desde Patria, pero esta aún resuena en su nueva novela; por ejemplo, con esas visitas al cementerio para charlar con un ser querido que ya no está. ¿Le interesan esos rituales?
En realidad no hay novela mía en la que no haya un episodio de un cementerio. Patria, El niño, Años lentos, Hijos de la fábula, son perfectamente comparables, puesto que todas giran en torno a un proyecto común: trazar un dibujo de la gente sencilla de mi tierra natal, de una época que viví.

¿Qué le hizo interesarse ahora por esta explosión sucedida en 1980 en un colegio de Ortuella? Volviendo a Patria, pareciera que le gusta ahondar en el sufrimiento, en esas tragedias especialmente injustas.
No sé si elegí la tragedia o ella me eligió a mí. Por un lado está el recuerdo, porque esto sucedió en mi tierra natal y durante 24 años he sido docente de niños que tenían la edad de los que murieron en Ortuella, lo que hizo que lo tuviera muy presente. Por otro lado está mi proyecto de escribir una serie de novelas y libros de cuentos titulada Gentes vascas. Es cierto que hay una presencia habitual de la desgracia asociada a niños en mi literatura. Es algo que me han tenido que comentar, porque yo no era consciente de ello. Creo que la inocencia asociada a la muerte es un asunto que me inquietaba ya desde mi niñez. Un niño, por naturaleza, siempre será inocente. Por eso, cuando un niño muere, es algo monstruoso, difícil de asimilar, aunque lo veamos todos los días: en Gaza, en Ucrania... Me rompe por dentro, es algo que me lleva a dudar del ser humano.

En la novela hay una decena de pasajes en los que es el propio texto el que habla. Incluso le reprocha algunas cosas al autor, por ejemplo, el difícil equilibrio para no caer en la pornografía emocional. ¿Es algo que le preocupaba especialmente?
Sí, porque era muy fácil caer en el patetismo, el melodrama o excesos sentimentales cuando se escribe sobre un hecho como este. Por otro lado, este recurso literario obedece, entre otras razones, a crear remansos de paz en un texto que transcurre por sendas un tanto intensas. También pretende recordar a los lectores que no estamos observando la verdad directamente, sino que el lector se forma la novela en su cabeza. Y, por último, aporta información indispensable en el relato de la historia por lo que, si los suprimiéramos, la novela se quedaría coja.

En un pasaje narra cómo los periódicos publicaron en portada fotografías terribles de cadáveres, algo que hoy, avisa, sería inadmisible...
Lo sería, pero no es que hubiera maldad; lo que pasa es que no había deontología, un código ético, ni tampoco la sensibilidad de ahora. España estaba entrando en la democracia y se iba transformando en numerosos aspectos, positivamente casi todos ellos. El periodismo ha evolucionado. Entonces, el fotógrafo de turno acudía al lugar de los hechos y sacaba fotografías que luego publicaban tal cual; no había pixelamiento. Un poco antes se produjo el desastre del camping de Los Alfaques, en Tarragona, y recuerdo perfectamente que por televisión se veían imágenes de los cuerpos abrasados. La gente tenía la piel más gruesa que ahora. No sentimos que fuéramos provocados o que estuviéramos rompiendo un tabú, simplemente éramos más primitivos. Ahora debemos proteger la infancia, respetar la intimidad de las víctimas. Tampoco teníamos elementos de referencia de otros medios que lo hicieran de forma diferente...

La culpa sobrevuela toda la novela; incluso la culpa por no saber sufrir, por no saber sobrellevar la pena.
La culpa es una consecuencia directa de que seamos seres morales: hay normas y si las inculcamos estamos expuestos a la culpa, ese reconocimiento de que no hemos actuado bien. La culpa no es solamente un fenómeno que da la moral, sino que también es una vivencia, uno la lleva por dentro, no se siente a gusto consigo mismo, otros son juzgados o condenados... En cualquier caso, la culpa es exclusiva del ser humano, no así la violencia.

¿Cree que es posible recuperarse del dolor?
Se puede teorizar largo y tendido sobre esto... La novela, efectivamente, trata de cómo un pequeño elenco de personajes intenta hallar el acomodo para sobrellevar la muerte de una criatura. A partir de ahí, hay distintos comportamientos y estrategias vitales que tienen mayor o menor éxito. Esa es la columna vertebral de El niño. ¿Qué haría yo si perdiera a un hijo? Es que no quiero estar ahí. Tal vez por eso haya escrito una novela como esta: para probarme, para ponerme en distintas posibilidades que naturalmente no quiero asumir. Conociéndome, creo que no tendría fortaleza psicológica para salir adelante.

Llama la atención, como sucedía también en Patria, esa sensación de que la tristeza se contagia. La gente evita tratar con las víctimas...
Es algo muy humano y ocurre en muchas facetas de la vida. Se muere el vecino del tercero y cuando oímos a la viuda bajar las escaleras evitamos cruzarnos con ella, porque no sabemos si diremos algo inoportuno o si de pronto romperá a llorar. En este sentido, literariamente me interesa transmitir sensaciones, más que hacerlo explícitamente. Por ejemplo, soy muy aficionado a la lluvia en un momento en el que al personaje no le va bien, esa lluvia vasca de gotitas minúsculas pero que no es euforizante.

Es admirable la entereza de Mariaje, que sigue adelante a pesar de tantos reveses del destino. ¿Existe alguien así en realidad?
No la veo particularmente destruida, ciertamente es la que tiene el carácter más fuerte de todos. Es como muchas mujeres vascas de donde me críe: lloran, pero tarde o temprano se arremangan, aprietan los dientes y conducen el barco familiar. Mis recuerdos están colmados de mujeres valerosas. En cuanto a los varones de mi casa o de mi vecindad, eran muy fornidos, pero en el flanco psicológico eran más bien frágiles y tenían problemas para verbalizar sus emociones.

En un pasaje confiesa que su intención es causar un pequeño «rasguño» en la conciencia del lector. ¿Es así?
Considero que un libro permite la comunicación más profunda que haya inventado el ser humano: una persona dice cosas por escrito y otra, que no sabemos quién es ni dónde está, se enfrenta en soledad a ese texto, con su sensibilidad, sus manías, su bagaje e ideología... Mi aspiración es causar ese pequeño efecto dentro de la conciencia porque, al fin y al cabo, escribo para el lector.