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Según los economistas las personas actúan haciendo un constante análisis coste-beneficio de cualquiera de las acciones que emprenden. Precisamente por ello, se puede afirmar que nadie pertenece a un club que le reporte más costes que beneficios. En este sentido, es lícito preguntarnos por los costes y beneficios de nuestra política.

Un ciudadano medio desea que la política establezca unas normas de convivencia, lo suficientemente justas como para que cada persona pueda desarrollar su propio proyecto de vida en armonía con los de los demás. Por supuesto, teniendo en consideración que es necesario alcanzar una combinación, socialmente preferida, entre libertad negativa (ejercer la propia voluntad) y la positiva (capacidad para poder ejercerla). Algo que es lo bastante valioso como para aceptar pagar un determinado precio.

En democracia, tales decisiones se confían a órganos representativos, como los parlamentos, corporaciones municipales, etc. En ellos, a efectos de simplificar las múltiples opiniones y deseos, puede resultar eficiente que los representantes públicos, una vez elegidos, se puedan agrupar en partidos políticos. Lo que equivale a realizar una taxonomía dicotómica, o policotómica, de las distintas preferencias. Evitar que los costes de la toma de decisiones superen a los beneficios que las mismas generan es una de sus labores consustanciales.

Sin embargo, cuando se invierte el orden de los factores, es decir, cuando los partidos son previos a la elección de los representantes públicos, el resultado no tiene por qué ser el mismo. Pues, entonces los partidos pasan a necesitar potentes, y sobre todo crecientes, aparatos propagandísticos y electorales para estimular a las masas a encauzar los comicios. Eso acaba generando también crecientes burocracias internas, con ramificaciones externas, que obligan a imponer férreas disciplinas dirigidas por una escueta oligarquía que, una vez alcanzado el poder, tenderá no sólo a controlar todos los resortes que estén en sus manos, sino a procurar que éstos aumenten. A partir de aquí, el partido rechazará cualquier control que sea diferente del sufragio universal, incluso, intentará que cada elección sea percibida como un plebiscito para evitar la alternancia. No es degeneración, es, más bien, la simple mecánica de los incentivos.

Todo ese proceso conlleva evidentemente un incremento sostenido de los costes del funcionamiento de la política, al tiempo que, inexorablemente, las decisiones adoptadas anteponen las preferencias de la élite oligárquica. En definitiva, sin diputados y concejales independientes que se enfrenten directamente a sus respectivos cuerpos electorales la democracia tiende a derivar en una cara y poco eficiente partidocracia.

Es cierto que, sin disciplinados diputados o concejales de partido, los gobiernos se convierten en altamente inestables. Por eso una adecuada combinación de ambos tipos de representantes, adscritos e independientes, resultaría claramente preferible. Lo ocurrido en Valencia se debe a décadas de malas decisiones políticas, cuyos costes son a todas luces excesivos.